El agua se terminó cuando faltaba un cuarto de desierto por recorrer, según Omega. A esa distancia el líquido vital era casi imposible de conseguir. Incluso con magia al jinete le tomó una noche sacarla del profundo agujero que cavó Wendine, quien se tomó la mitad del agua. Después de abrevar a los caballos apenas quedó suficiente para mitigar su sed, el sabor era terroso y estaba tibia, pero evitó que su lengua se pegara, viscosa, y sus labios se partieran.
El paraje era desolado, largos mares de arena que se extendían en todas direcciones, si girabas sobre tu lugar, mirando al horizonte, lo único que veías eran kilómetros y kilómetros de arena brillando al sol. Sobre la superficie el aire se movía intentando escapar del calor del suelo, podías verlo distorsionando la realidad, como agua agitada.
Omega decía que se guiaba por las estrellas, pero Kaala no podía erlas de día y a veces tenía la sensación de estar caminando sobre el mismo sitio, como si sus pasos solo sirvieran para evitar que el desierto se la tragara entera.
Llevaba su cabello dorado pegado al craneo por el sudor, habría querido arrancarse todas las ropas, pero sospechaba que entonces el sol quemaría su piel y terminaría convirtiéndose ella misma en arena... tal vez así se habían creado los desiertos, vestigios de pobres inocentes que habian sucumbido ante la gran astro rey. La diosa sol.
El anochecer era solo un alivio momentáneo, en ese lugar inhóspito al ocultarse el sol la luna traía un nuevo reinado de terror, aquello que se había calentado a la luz se enfriaba en la oscuridad. Tal vez si eso no sucediera, el desierto desde hace muchas eras sería un mar de lava. Pero no, el frío mordía tus huesos despiadadamente y le daba a la arena la imagen y tacto de nieve seca.
Cuando el frío era mayor, cuando se permitían dormir, las heladas bien podrían haberlos matado, dormirlos hasta que el día llegara con sus rayos despiadados y cociera sus cuerpos. Sin embargo la gran dragona estaba siempre caliente, los dejaba acurrucarse junto a ella y los cubría con la membrana de sus alas, como una tibia tienda esmeralda.
Incluso Rayo de sol se había acostumbrado ya al gigantesco reptil y se tumbaba en la arena bajo su ala protectora.El caballo trotaba desganado, hacía tiempo que Kaala no lo montaba para evitar forzarlo, iban a pie con las monturas de las riendas y Wendine sobrevolando los cielos. Kaala deseó poder ir con ella, las nubes estaban hechas de agua, eso siempre le habían dicho. Pero no había nubes, no ahí, no en el desierto donde nunca llovía.
Cuando Kaala sentía que no podría más, cuando incluso Omega arrastraba los pies al andar y los caballos llevaban el morro casi pegado al suelo, se divisó una ciudad.
Al principio pensó que sería solamente una ilusión del calor y la tierra, bien podían ser rocas rojas del desierto por la forma que tenían. Pero mientras se acercaban aparecieron arbustos, un esqueleto de algún equino y cactáceas, la arena era más sólida y había piedras pequeñas en vez de sólo polvillo arenoso.Cuando se definieron los altos edificios de piedra roja Kaala logró diferenciar carpas, telas de colores que colgaban de los techos, figuras que se movían por el suelo, cientos de ellas. Había casas, pequeñas construcciones redondeadas por el viento, con grandes ventanas de madera sólida y techos gruesos de paja.
No pasó mucho antes de que llegara a ellos una comitiva de hombres delgados y bronceados, con altos turbantes de vivos colores que dejaban caer una fina tela de seda que los cubría del sol ardiente. Iban montados en enormes camellos y dromedarios con sillas blancas y riendas gruesas tejidas de hilo rojo. Kaala notó que llevaban sus armas, espadas curvas, envainadas y no se molestaron en sacarlas.
—Bienvenido sea, jinete de dragón —Dijo el más anciano, con una barba china y mal cuidada, ya invadida por las canas. —Nos honra con su visita, ¿A qué le debemos el honor?