Pequeño grupo

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Omega tenía el físico de un hombre mucho más joven de lo que aparentaba, no era más alto del promedio pero era de hombros anchos y piernas fuertes. Todo en él era muestra de fuerza, física y mental. Desde sus brazos de piel curtida un poco morena, como requemado por el sol. Su rostro serio, de nariz ligeramente aguileña, con los ojos un poco rasgados y cejas pobladas, cafés y canosas al igual que su cabello, que llevaba recortado a tres dedos del cráneo.

Su barba recientemente cortada volvía a aparecer poco a poco, asomando como en un niño que pasa a la edad adulta.

Wendine, según le había contado el hombre, tenía 5 años de edad. Era una dragona adulta y había puesto su primer huevo el pasado verano, con un dragón salvaje llamado Ennel montaña de fuego, del color de la roca y con el genio del diablo. La dragona no estuvo muy de acuerdo, por su rugido desde las nubes.

El color de sus escamas era un verde uniforme, como las hojas maduras de los árboles en el bosque, relucían como hechas de diamante, cada una era una pequeña gema, las más grandes tenían el tamaño de un puño, estaban en el lomo y costados y las más pequeñas en el hocico y patas, del tamaño de una uña.

Su cabeza era ancha, con el hocico terminado en curva como el de un caballo, por sus orificios nasales salía todo el tiempo una pequeña columna de humo.

Entre los ojos las escamas se volvían puntiagudas y se levantaban, convirtiéndose en espinas mientras se acercaban a la frente, de la parte más alta surgían dos largos y gruesos cuernos blancos como el mármol, curvándose hacia adelante elegantemente.

Las espinas descendían por la nuca, de una en una, gruesas y afiladas, tan blancas como los cuernos, hasta la punta de la cola, que estaba llena de ellas. Sin embargo había un espacio vacío entre los hombros, pegado al cuello, donde las púas desaparecían y en su lugar llevaba una silla de cuero curtido, con alforjas grandes y un grabado de lo que parecían ser llamas doradas y puntiagudas.

Sus alas superaban con creces su propia envergadura, eran parecidas a las de un murciélago, largos dedos cubiertos de escamas conectados por una fina membrana verde aterciopelada, del color de los retoños en primavera, pequeñas venas las recorrían como grietas en la roca, pareciendo delicadas y al mismo tiempo tan resistentes como para levantar a semejante animal del suelo.

Juntos hacían un grupo extraño, en el que la chica no encajaba para nada.

Kaala era delgada, no demasiado alta, de rasgos finos pero con las manos lastimadas por el trabajo. Su piel era clara pero tostada por el sol, su cabello lacio y dorado y sus ojos verdes y pálidos, como las hojas a las que no les da la luz.

Tenía las piernas más musculosas que lo usual en una dama, por montar y sus labores de granja y los brazos, cintura y cadera llenos de manchas moradas y amarillas por los golpes recientes y no tan nuevos.

En conclusión y sumando dos caballos, eran un grupo extraño.

El paisaje a su alrededor cambiaba considerablemente conforme avanzaban por el camino, con Wendine tan cerca nadie se había atrevido a dar problemas y por lo que Kaala sabía no se acercarían a menos que la dragona estuviera muy lejos.

Los jinetes eran temidos y respetados en todo el reino, se les recibía con honores en todas las ciudades y en los pueblos eran siempre bienvenidos, la chica no entendía por qué Omega había entrado al pueblo escondido.

Su nombre no es ese, aunque lo llaman así en el camino, te dirá el correcto cuando el momento llegue.

Algunas noches platicaba con Wendine, mientras Omega cazaba o recolectaba algo, la comida fresca nunca venía mal en viajes tan largos.

La dragona cazaba por su cuenta, a veces se alejaba volando y volvía con un ciervo o la mitad de una vaca.

El jinete hablaba muy poco, en parte porque se mantenía charlando mentalmente con la dragona.

Esa era otra cosa difícil para acostumbrarse.

La dragona no podía hablar como los humanos, así que proyectaba sus pensamientos en forma de palabras a la mente de los otros. La sensación era extraña y al principio un poco desagradable, Kaala lo veía como una violación a su espacio esencial, pero con el tiempo aprendió a aceptarlo.

Encontró en Wendine a una criatura sabia, paciente, buena amiga y consejera. Le contó todo lo que había pasado e incluso, le contó el hecho que la preocupaba, sobre su familia y su futuro incierto.

Hablando con la dragona al final logró romper la pared de estupor que había ocasionado tanta acción y lloró a sus padres como no había hecho desde aquel día en que comenzó y terminó todo para ella.

La dragona la tocó con el morro y le susurró palabras de aliento, después le contó sobre su vida y Kaala rió con los relatos de sus primeras cacerías, cuando mordía a sus compañeros y escupió fuego por vez primera a la cara de un soldado.

Si no fuera por sus escudos lo habría hecho cenizas, fue culpa suya por pisar mi cola.

Por su lado Omega siempre estaba ocupado en algo, recolectaba información, leña, comida, afilaba las armas, leía, practicaba hechizos extraños, entrenaba a Kaala, volaba en la dragona y cualquier cosa que hubiera para hacer. El hombre no paraba un segundo, siempre activo y alerta.

- Mas vale hacer siempre algo, cuando puedes, en lugar de arrepentirte luego. Funciona para todo aspecto de la vida- le dijo el mago recolectando alguna planta extraña.

El camino era largo y pesado, en especial para la chica que no imaginaba su destino ni por asomo. Pero sabía que jamás las cosas volverían a ser iguales.

Lluvia de DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora