Sus pulmones no podían contener más aire.
Su pulso era firme y se concentraba en no permitir al arma temblar ni un solo instante bajo sus dedos largos y pálidos, pero era aquella máxima concentración la que la hacia temer soltar el aire y hacer ruido en el proceso con el sensible área en el que se encontraba.Oía con atención la maleza frente a ella removerse, aún seca después de haber salido del caluroso verano.
Cargaba su lanza con su mano dominante, la izquierda, pero por supuesto, ambas manos participaban en el proceso, con la derecha guiando la dirección en la que avanzaría.
Había aprendido a apreciarlas por igual a la hora de utilizar la lanza, aunque el sentimiento de qué su mano izquierda era lo más importante para ella. No creía poder vivir sin ella.De la misma forma en la que solo disponía de una mano izquierda de la que dependía, solo disponía de una lanza rudimentaria. Pero era todo el arsenal que necesitaba.
No disponía de arco, menos de ballesta, no sólo por lo difícil remplazar flechas si llegase a fallar, o porque el entrenamiento con el arco tomaba décadas si uno deseaba ser verdaderamente eficiente al usarlo, sino porque además, cuando su padre intentó instruirla utilizando arcos prestados cuando era pequeña, a menudo las flechas terminaban perdidas en algún lugar de aldea, y tenía qué ir a buscarlas de mala gana.
Quizás por aquellas experiencias no llegó a sentir la conexión qué sentía con su lanza.Su lanza, Acechadora como la había apodado de pequeña pues siempre parecía encontrarla a ella antes que ella a el arma, era de madera pulida con hierro incrustado en su cenit, cortesía del herrero del poblado.
Había pertenecido a su padre antes que a ella, pero siempre que la había dejado desatendida, ella aprovechaba para jugar con ella y tallar su superficie lo que el aburrimiento le exigiera.
Con el tiempo, su padre tuvo que aceptar que la lanza ya no le pertenecía, o quizás le avergonzaba andar por ahí con una arma tan variopinta.Aquélla no era una simple caza para ella, sino prácticamente un ritual de índole religiosa.
El instante de silencio cuando una presa tan diminuta era inconsciente de lo que se le venía encima, mientras dependía completamente de la habilidad del cazador el sí vivía o no, era un momento similar como para aquéllos se disponían con un gran poder, uno que le daba autoridad, como la de un rey sobre un súbdito.
Aunque para la autoridad, sus acciones conllevaban responsabilidades, mientras que para Yaiba Ventora, era más una necesidad.Soltó el aire ya sucio que contenía sus pulmones, así permitiendo a sus músculos tomar la potencia con las qué usar su lanza.
Jadeó unos instantes al escuchar la maleza atravesada por su furia aún resolviéndose.
Luchó unos instantes más hasta qué finalmente hubo paz bajo los arbustos.Una coneja más iba a la bolsa.
Grandes bestias como jabalís no se veían después de la guerra con su caza en exceso, menos con el fin de las épocas de clima cálido, causando que viajen largas distancias buscando alimento.
Pero aquélla coneja no debía menospreciarse, pues pese a su tamaño, curaría la hambruna de varios días, al menos para ella.
Quizás con un poco de suerte, podrían intentar atraer fauna del sur en un par de semanas.
Sería una expedición larga, pero con las necesidades cada vez más crecientes del pueblo, iban a tener qué hacerlo o de lo contrario, no sería la guerra lo qué acabase con ellos.Recogió su premio y lo guardó en una pequeña bolsa de cuero sujeta a su cadera. Y de allí donde tomó vida, lanzó una semilla próxima al arbusto.
Era dudoso que llegase a crecer, o siquiera nacer como diminuta planta, dada la falta de lluvias, y pronto llegaría la época donde la vegetación se volvía de un calor anaranjado.
