Dilan llevaba una semana trabajando en la cafetería. Trabajaba ocho horas de lunes a viernes, con fines de semana libres. Ese sábado la moza que lo cubría se había enfermado así que le tocó cubrir el turno matutino. Cerca de su hora de salida, sus amigos lo sorprendieron con una visita. Se habían visto solo en clases por falta de tiempo, así que aprovecharon la ocasión para compartir una bebida caliente y los deliciosos brownies con crema chantilly que la madre de Dilan preparaba.
—Así que te lo quitaste.
—¿El qué?
Daniela chasqueó la lengua, mirando de reojo a Pablo.
—El dije, Dilan. Llevas no sé cuánto tiempo diciendo que te lo ibas a quitar.
—Ah, sí —respondió, haciéndose el desinteresado—. ¿Cómo te diste cuenta?
—Es como la quinta vez que te lo buscas entre la ropa —intervino Pablo—. Siempre estabas jugando con él cuando lo llevabas puesto.
El rubio se limitó a suspirar. Quería hablar del tema, contarle a sus amigos lo que sentía, pero al mismo tiempo sabía que acabaría quebrándose y no quería quedar en evidencia frente a ellos, aunque a esas alturas era una obviedad que el tema todavía seguía afectándole.
—¿Quieres hablarlo? —preguntó Daniela extendiendo las manos sobre la mesa para tomar las de Dilan.
—No hay mucho que decir —Dilan tomó las manos de la chica, suspirando—. Decidí que es tiempo de pasar la página y seguir adelante. Estoy a punto de terminar mi carrera, me mudé, estoy bien. Quiero conocer a alguien nuevo y... seguir adelante.
—¿Cómo te sentiste cuando te la quitaste? —preguntó Pablo—. ¿Aliviado, angustiado?
Dilan se encogió de hombros, inflando las mejillas como si estuviera buscando la respuesta correcta en su cabeza.
—Vacío... —dijo finalmente, dejando escapar un suspiro—. No quería romper mi promesa y supongo que la cadena me daba un poco de esperanza, pero ya pasaron seis años, no sé absolutamente nada de él, y no quiero seguir esperándolo. Tengo veintidós años, ya no estoy para creer en cuentos de hadas con finales felices.
—Principalmente porque tu "principe" resultó ser un idiota insensible —comentó Daniela, rodando los ojos—. Me parece bien lo que hiciste, Dilan. Que esta sea una nueva etapa para ti. Tal vez te estés perdiendo buenos partidos por seguir aferrado a alguien que ni siquiera sabe qué es de tu vida.
—Sí, lo sé. Solo espero que sea feliz si está con alguien... De seguro se quitó la cadena cuando pisó España, y yo como un tonto cumpliendo una estúpida promesa. Es que no sé en qué estaba pensando.
—Bueno, quizá no fue tan así...
—Seguramente estaba buscando la manera de terminar conmigo y como no encontró ninguna excusa coherente decidió esfumarse sin darme ninguna explicación —continuó, apretando los puños sobre la mesa—. O sea, ¿qué tal difícil puede ser decirme simplemente: "mira, Dilan, ya no quiero seguir con esto, mejor terminemos"? No, claro, era más fácil prometer estupideces. Y yo como un idiota me ilusioné y creí que iba a funcionar.
—Dilan, cálmate un poco...
—¿En qué puto mundo iba a funcionar? Les juro que si lo tuviera enfrente ahora mismo le daría un puñetazo en esa puta cara bonita, y borraría esa sonrisita de lado que de seguro tendría. Porque él creía que podía convencerme de cualquier cosa tan solo con una sonrisa, ¿y saben qué?, ¡tenía razón!, pero ya no, se acabó, ¡cuando llegue a casa voy a tirar esa estúpida cadenita a la basura!
Sus amigos lo miraban en silencio, sorprendidos. Permitieron que se descargara, que rabiara todo lo que fuera necesario sin interrumpirlo. Al final acabó su monólogo con un bufido y un golpe sobre la mesa con los puños cerrados.
—Creo que en vez de diseñadores, tendríamos que ser psicólogos... —comentó Pablo para romper la tensión.
Daniela se rió, Dilan hizo un gesto negativo con la cabeza.
Por más que lo negara, le hacía falta soltar la rabia que tenía guardada adentro, y sus amigos siempre estaban dispuestos a escucharlo sin poner ninguna objeción, a ser el hombro que tanto le hacía falta. Por esa razón es que ellos eran los únicos con los que se atrevía a mostrar su lado frágil, todo ese dolor que camuflaba con rabia y resentimiento.
Se despidió de los chicos a una cuadra de su casa, cerca de las siete de la tarde. Todo lo que necesitaba luego de aquella tarde de descargo, era darse una larga y tendida ducha, comer algo y meterse a la cama, y así lo hizo. Dejó el abrigo y la mochila sobre el sofá y se metió al baño. El agua caliente se llevó sus penas y el plato de pasta con boloñesa que su madre le preparó le levantó los ánimos.
Después de cepillarse los dientes, se puso los auriculares y se tumbó en la cama boca arriba. Cerró los ojos, disfrutando de la música instrumental que solía escuchar cuando estaba muy acelerado.
Despertó de golpe cuando el sonido de una llamada entrante lo aturdió. Se quitó los auriculares bruscamente, tirando el teléfono. Cuando logró reaccionar se pasó la mano por la cara y buscó el aparato con la mirada, aturdido. Ni siquiera supo en qué momento se había quedado dormido.
Cuando encontró el teléfono en el suelo, lo levantó, desbloqueándolo con el pulgar. La pantalla marcaba varias llamadas perdidas de su madre. Los nervios invadieron su estómago y cuando quiso devolver la llamada, escuchó que alguien golpeaba la puerta.
—¡Ya voy! —dijo, caminando a paso apresurado hacia la puerta, temeroso de que vinieran a traerle malas noticias.
Sin embargo, lo que se encontró del otro lado de la puerta fue quizás peor que una mala noticia.
—Hola, princesa.
Dilan se quedó congelado. Tomó aire, tratando de aliviar el revoltijo desagradable que se le había hecho en el estómago. Llevaba seis largos años tratando de olvidar aquella voz rasposa llamándolo de esa manera y justo cuando creyó que había logrado avanzar, allí estaba su peor pesadilla, parado en la puerta de su casa. Aquello parecía una muy mala broma.
—¿Ga... Gael? —articuló, pestañeando varias veces.
El chico le sonrió y el rubio reconoció de inmediato aquel gesto tan característico.
—¿Me vas a dejar pasar? Hace frío afuera y estás muy alto para que me meta por la ventana.
El chico hizo un gesto negativo, pero su cuerpo pareció desobedecer la orden de cerrarle la puerta en la cara. Se hizo a un lado, permitiéndole entrar. La cabeza le daba vueltas y aunque trató de ocultar el temblor de sus manos cerrando los puños, fue inútil.
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Lazos
DragosteCuando una amistad crea cimientos fuertes, no existe nada que la derribe. Dilan y Gael comparten una amistad única, de esas que muchos desean tener, pero que pocos consiguen. Amigos de infancia, confidentes, compañeros en todas sus andanzas. Sin emb...