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Buenas noches 🤐🥺

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- Por favor, mi amor – insistió – necesito que lo prometas – susurró totalmente aterrada ante la posibilidad de quedarse en un estado peor al que se encontraba ahora. Amelia la miró a los ojos y se acercó a ella para besarla con todo su amor puesto en ese beso.

- Te lo prometo – contestó al fin dejando rodar un par de lágrimas silenciosas.

Dormitaba sobre aquella incomodísima silla de la sala de espera del hospital. Habían pasado ya más de cuatro horas desde que se habían llevado a Luisita a quirófano y ninguno de los presentes se había movido más que para lo estrictamente necesario. Tan solo Nacho había abandonado el lugar para ir a buscarles a todos unos sándwiches y unos cafés. Amelia había rechazado todo. Estaba nerviosa. Tenía el estómago totalmente cerrado y un nudo en la garganta que no le dejaría tragar.

Si hacía memoria no recordaba haberse sentido de ese modo nunca. Era una sensación extraña y aterradora que no le dejaba estar en paz. Era como si algo, muy dentro de sí misma, le estuviera avisando y preparando para lo que fuera que pudiera llegar después.

Abrió los ojos y movió la cabeza levemente quitándose de la mente esos pensamientos provocados por el cansancio y la incertidumbre. Miró a su alrededor. Manolita seguía tejiendo, no había parado en ningún momento desde que llegaran al hospital y casi tenía ya hecha una bonita bufanda que seguramente sería uno de los regalos de navidad de algunos de sus hijos. Probablemente estos protestarían por encontrar dicha prenda en lugar de la consola que querían. A su lado, y sin dejar de mover la pierna derecha, Marcelino miraba al frente fijando la vista en la pared. Probablemente su suegro estaba sumergido en todos y cada uno de los momentos que había pasado con la rubia. Tal vez, incluso se preguntaba qué pudo haber hecho él para evitar aquel fatídico accidente.

- ¿Cuánto tiempo ha pasado? – Preguntó su suegro sin desviar la mirada del punto donde la tenía fijada.

- Cuatro horas y media, Marcelino – contestó Manolita sin tan siquiera mirar el reloj – exactamente el mismo tiempo que hace un minuto.

- Ya deberían salir, ¿No? Digo yo – soltó y en su voz se adivina a la protesta.

- Dijeron que mínimo cinco horas – contestó Amelia de manera afable.

Al otro lado del pasillo, María caminaba despacio. Desde fuera parecía la más serena, la más tranquila y la que mejor estaba llevando la situación. Sin embargo, Amelia fijó la vista en sus manos, las movía de manera intermitente y le temblaban ligeramente. Amelia supo al instante que, de entre todos los presentes, era ella, María, quién peor estaba llevando la situación.

Se levantó de la silla y tras coger las muletas se acercó a su cuñada con calma. María, al verla, sacó una sonrisa y recortó los pasos que las separaban.

- ¿Cómo estás? – preguntó Amelia  antes de que María se hiciera con el control de la conversación.

- Bien. No, bueno, no, no estoy bien. Estoy agobiada porque mis hermanas no dejan de mandarme mensajes cada dos segundos y no entienden que aún no sabemos nada – contestó.

- Ya – tomo sus manos – María, ¿Cómo estas? – repitió la pregunta.

- Estoy acojonada – declaró soltando todo el aire de sus pulmones.

- Yo también – apretó sus manos – Todo va a estar bien, ya verás – animó y con esas palabras también se animaba a ella misma.

- Sí, seguro que sí. Luisi es una cabezota y saldrá de está caminando, ya verás.

- Claro que sí – reiteró y la emoción inundó los ojos de la futbolista.

- Amelia, ey – al verla, María se acercó a ella y se abrazaron la una a la otra dándose todas las fuerzas que tenían.

Es curioso lo caprichoso que puede ser el tiempo. Es curioso como juega con nosotros como quiere: se divierte alargando los minutos cuando necesitas que pasen rápido y se contenta acelerando el paso de los segundos cuando desearías que se congelara el tiempo para siempre. Juega con los niños las noches de reyes, haciendo que parezca la noche más larga del año, convirtiéndola en interminable. Y juega con los adultos, pues a menudo, cuando se quiere que un beso sea eterno, el tiempo hace que tan solo sea un roce efímero.
Cuando esperas la llegada de alguien a quien amas, decide, chistoso él, que las horas serán eternas.

Para los Gómez, aquel día, estaba siendo agónicamente lento. Para Amelia, el lento pasar de las horas le parecía una auténtica tortura. Se intentaba distraer con el móvil y lo único que conseguía era pasar, una a una, todas las fotos que tenía con Luisita. Intentaba pensar en otra cosa y todos sus pensamientos empezaban y terminaban en Luisita. Y cuanto más lento era el pasar de las horas, mayor era su nerviosismo y su angustia.

Empezó a imaginar un montón de escenarios diferentes: Luisita y ella caminando por una playa de arena blanca, tomadas de la mano y sonrientes. Esbozó una sonrisa al evocar su risa mientras se imaginaba y caso escuchaba su protesta por llenarla de arena. Las visualizó jugando al fútbol juntas, logrando ser en el campo un tándem tan perfecto como peligroso para el rival. Casi se emocionó al sentirse celebrando el primer gol de Luisita.

También las imaginó en otro escenario diferente, uno en el que Luisita seguía sentada en esa silla de ruedas y ella, como siempre hacia, se sentaba sobre sus piernas y besaba esos labios que tan loca la tenían. Se las imaginó jugando y bailando como habían hecho mil veces con silla incluida. Imaginó a Luisita, sobre su silla montándose en el coche, con la diferencia de que esta vez, sería en el asiendo el conductor y ella, sonriente, orgullosa y feliz, se sentaría a su lado en el asiento del copiloto.

Y las imaginó felices, como lo habían sido y como lo seguirían siendo en el futuro. Porque la silla, esa eterna compañera de su chica no era, ni sería nunca, un impedimento para que Luisita tuviera la vida feliz, plena y llena que iba a tener. Porque con silla o sin ella, el amor que se tenían la una por la otra estaba por encima de todo. Porque estaban juntas, se amaban, tenían una vida entera por delante y nadie, jamás, podría cambiarlo.

- Amelia – pronunció María de manera suave para no asustarla – el médico ya está aquí.

Amelia levantó la mirada y se levantó lentamente de la silla en la que estaba. Se apoyó en sus muletas. Estaba ávida de noticias, sin embargo, todos sus movimientos eran lentos, parsimoniosos, como si quisiera que el tiempo, ese que tanto había deseado que corriera minutos antes, ahora se ralentizara de nuevo.

Y es que, al elevar totalmente la vista y visualizar al cirujano comprendió que, a pesar de amarla tanto como la amaba, a pesar de querer hacer de ella la mujer más feliz del planeta con o sin silla, quizás ya no podría hacerlo.

El rostro cansado, derrotado, cargado de circunstancias e incluso de tristeza le dio la respuesta que no quería escuchar. Sintió cómo algo hizo click en su interior y supo que su corazón acababa de romperse. De pronto tenía sobre sus hombros todo el peso del universo. Las manos le fallaron y tuvo que volver a sentarse al darse cuenta que no sería capaz de sostenerse por sí misma.

- ¿Cómo está mi hija? – escuchó en la lejanía a un apremiante Marcelino.

- Verá… la operación no…. No ha salido bien.

Todas las fuerzas que alguna vez tuvo desaparecieron al escuchar las palabras que corroboraban sus miedos. Sintió que le faltaba el aire, que algo le oprimía el pecho. Dejó caer las muletas incapaz de sostenerlas sin importarle el estruendo que ocasionaran.

Y todas sus ilusiones se desvanecieron como se desvanece el humo de un cigarrillo. Y una enorme sensación de soledad se instaló en su alma. Y supo que ya no le quedaba nada más que una promesa por cumplir.

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🥺🥺🥺🥺

Pd: Sandra, ahí tienes tu frase 🤭

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