Un mes después...
—¿Adónde la llevo, señorita?
Escuché la voz del taxista cruzar el aire como si me estuviera hablando desde el extremo de un
túnel y yo estuviera en el otro lado.
Al ver que no respondía de inmediato, el conductor chasqueó la lengua, impaciente. Eso no hizo
que le diera una respuesta más rápida, sino más bien al contrario.
Le miré, avergonzada. Me sorprendía que la gente que no me conocía de nada no se diese cuenta
de que me costaba hablar. O quizá sí lo hacían. Que me resultaba difícil era más que obvio, pero
tal vez no sabían el esfuerzo mental y físico que requiere hacerlo cuando has estado librando una
guerra durante semanas —cuatro semanas, para ser más exactos— y te encuentras en un estado de
agotamiento espiritual.
Porque así era como me sentía yo. Ya no me quedaba espíritu, se había esfumado tan rápido que
me dejó sorprendida la facilidad con la que podía perderlo.
Aun así, no estaba dispuesta a dejar que eso volviera a ocurrir nunca más. No pensaba recuperar
mi espíritu. Eso hubiera sido como tratar de enchufar la batería de un dispositivo viejo con la
esperanza de que funcione, y yo no iba a cometer ese error tan común y tonto. De hecho, ya había
cometido bastantes. Lo que iba a hacer era intentar formarme yo misma un espíritu nuevo, porque
estaba claro que me hacía falta uno. Me sentía como una muerta viviente vagando por ahí,
transmitiéndole mi mala energía a cualquiera que pasase por mi lado.
Ni siquiera les prestaba atención a las cosas... ¿Cómo iba a prestarle atención a la gente?
El taxista suspiró para llamar mi atención. Me había olvidado completamente de él.
—¿Ya sabe adónde quiere ir?
—Me da igual. Lléveme a donde quiera —respondí con la boca pequeña y sin entusiasmo
mientras me acomodaba en el taxi. Fuera hacía frío y estaba lloviendo. Lo que me faltaba.
La voz ronca del conductor me sacó de mi ensimismamiento.
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