Después de dos horas de clase, sonó el timbre del recreo. Sé que dos horas de matemáticas suenan como una tortura, pero lo cierto es que Steven era un amor de profesor y de persona y disfruté mucho. Debía de ser querido entre los alumnos porque, cuando acabó la clase y preguntó si alguien necesitaba unos minutos para aclarar alguna duda, un par de chicas y un chico se quedaron.
Yo necesitaba airearme un poco, pero, antes de que pudiera cruzar la puerta, alguien me tiró del jersey, reteniéndome.
Ya sabía quién era. Me di la vuelta, agotada por su presencia, y eso que solo llevaba un día en el
instituto. El bravucón se llamaba Matthias. Me acordaba de su nombre porque el profesor le había reñido varias veces por comportarse mal. De hecho, le había pedido que se quedara unos minutos al finalizar la clase. Así que ahí estábamos los dos, de pie, uno al lado del otro. Yo con una postura evidente de querer estar en cualquier sitio menos allí; él con una tranquilidad enorme.
Volví a pensar en esa imagen del callejón de las películas. Su cuerpo decía claramente que él era el malo, era el que podía estar apoyado tranquilamente en la pared, como si el mundo, o al menos el que él pisaba, fuera suyo.
Nos quedamos unos segundos en silencio, yo con cara de abatimiento y él con cara de chulo;
hasta se lamió el labio mientras me miraba de arriba abajo descaradamente, como si creyera que estaba muy buena, pero claramente riéndose de mí.
No pude evitar hacer una mueca de asco. Steven estaba demasiado atareado con la chica que le estaba preguntando alguna duda como para hacernos caso.
—Tú, nueva, ¿alguna vez has tenido novia?
—¿Novia? —Me seguía mirando de arriba abajo y me estaba empezando a poner nerviosa.
—Sí, ya sabes, como has estado en un colegio de chicas... —terminó la frase un amigo suyo que se acercó dándole una palmadita en el hombro. Los dos se rieron como si fuera la broma más ingeniosa del mundo y no una de las más viejas y pasadas de moda.
—No, no he tenido. —No sé ni por qué perdía energías con aquellos idiotas. Pero lo cierto es
que, aunque la broma era fácil y cutre, cumplía su función, estaba volviendo a sentir cómo se
apoderaba de mí la rabia. Menos mal que llegó Marina y, para evitar que siguieran molestándome, me arrastró hacia el exterior.
—No les hagas caso, son imbéciles —me dijo en un intento de quitarle hierro al asunto. Me
tomó de la mano para arrastrarme fuera de la clase. Uno me tiraba del jersey, la otra de la mano...
—. Vamos a desayunar.
Sabía que Marina solo estaba intentando ayudarme, de nuevo, pero su actitud ahora me cabreaba más que cualquier cosa. A pesar de que aquella mañana, al llegar al instituto, Marina había sido mi bote salvavidas y de que solo pretendía ser amable conmigo, no quería que eso se convirtiera en costumbre. Me negaba a tenerla pegada a mí como un imán. Siempre me había considerado una persona más independiente y solitaria que el viento, y la idea de tener a alguien junto a mí las veinticuatro horas del día comenzaba a estresarme. Sacudí la cabeza. Tenía que calmarme porque todo el rollo de Matthias y lo que me quedaba por
pasar el primer día era demasiado para asimilar, pero los pensamientos negativos regresaron con más fuerza.
¿Por qué nada más conocerme iba a querer hacerse amiga mía? Desde el primer momento
Marina decidió ayudarme, defenderme, guiarme por el instituto y, seguramente, también querría presentarme a sus amigas. Yo no quería eso. No quería sentirme como si estuviera siempre arrastrando una bola de hierro encadenada a la pierna. Básicamente, porque yo nunca voy a un lugar en concreto y que una persona me vaya siguiendo sin rumbo me agobia, me hace pensar que tengo que seguir un recorrido para que esa persona esté cómoda, cuando la que debería estar cómoda soy yo. Es decir, no hay que confundir conceptos: me gusta tener amigas y soy muy
sociable —a veces—, pero me angustiaba la idea de estar pegada a alguien por mucho tiempo.
Prefería hundirme sola que con peso, la verdad.
Este tipo de pensamientos no me estaba llevando a ninguna parte, ya lo sé, pero aun así me resultaba difícil apartarlos de mi cabeza. Sí, cada vez me estaba agobiando más, incluso si la amistad de Marina me viniera bien mientras todavía era «la nueva»... Desgraciadamente ya no era una niña pequeñita que necesitara que la guiaran. Eso no quiere decir que yo supiera el camino, más bien que no me importaba perderme. Si me perdía, ya me orientaría de algún modo, aunque yo estaba segurísima de que no me iba a perder. No necesitaba que nadie me ayudara. Claro que quería llevarme bien con Marina, pero tampoco necesitaba que me siguiera hasta el baño.
—Oye —dije rompiendo el silencio en el que llevábamos sumidas desde que sonara el timbre del recreo. Ella me había llevado por un camino de piedras, uno por el que no tenía pinta que estuviera permitido que pasearan los alumnos y que atravesaba un jardincito que daba a las ventanas traseras de las clases. Marina se volvió hacia mí.
—Dime.
La observé, sintiéndome realmente culpable al verla tan mona, tan tierna y buena. Me daba
apuro, pero, al final, decidí seguir adelante por la ternura que transmitía su mirada. Se lo diría con cariño, pero tenía que decírselo.
—Oye, que no hace falta que hagas todo esto por mí... Creo que ya me conozco bien los pasillos y los caminos. Si quieres, puedes volver con tu grupo de amigas.
Ya estaba. Lo había dicho. Ahora a esperar el disgusto. Era mi primera mañana en el instituto y ya me las había arreglado para tener una mejor amiga y una mejor enemiga, y que encima fueran la misma persona. Seguramente, diciéndole eso después de las molestias que se había tomado para ayudarme, Marina me iba a odiar por el resto de mis días. Pero no. No pasó nada de eso. Para mi sorpresa, ella comenzó a reírse descaradamente, como si, en realidad, en vez de reírse conmigo se estuviera riendo de mí.
Tragué saliva al mismo tiempo que un escalofrío me hacía pensar que había tomado una mala decisión.
—Sí, mira, ¿y te dejo aquí sola y sin nadie? —lo dijo en un tono como si aquello fuera algo
malo, como si estuviera al cargo de cuidarme—. No soy tan cruel, pero, si quieres, podemos ir
juntas y te presento a las demás. Y, luego, tú eliges.
Me dedicó una mueca de aprobación y yo la imité a modo de respuesta.
—Sí. La verdad, esa opción me gusta más.
Empecé a preguntarme por qué Marina no me lo había propuesto directamente en vez de tener que sacárselo yo. Me planteé que, a lo mejor, ella no quería que formara parte de su grupo de amigas, igual que yo no quería que ella me siguiera. Comencé a pensar, incluso, que a lo mejor ella estaba igual de desesperada que yo para que abriera la boca y le dijera educada e indirectamente que se largara.
Cerré los ojos, intentando dejar de lado aquellas paranoias que me asaltaban cada cinco minutos. Las odiaba. Lo que más me costaba era que, además de hacerme ser una persona superinsegura, siempre me mantenían sumergida en mis pensamientos y no me dejaban mirar tranquila el mundo exterior. Unos pensamientos que, tras instalarse en mi mente, crecían y crecían, tanto que ya apenas había espacio libre en mi pequeña cabecita. Me los imaginaba todos apelotonados y estrujados unos contra otros, y por eso, me decía, me dolía siempre la cabeza. Las paranoias me provocaban dolor de cabeza porque había tantas que ya no fluía el aire dentro de las
paredes de mi cráneo.
No diré que eso no me preocupara. Soy demasiado joven para tener tantos demonios dentro. No quería ni pensar qué pasaría cuando fuera mayor. No me extrañaría que tuviera que terminar yendo a un psiquiatra para que intentara sacarme unos cuantos, aunque con ello solo lograra dejar espacio para los nuevos...
«Basta», me dije. Dios mío, tenía que dejar de dar tanta importancia a cosas innecesarias. Tenía que conseguir dejar de darle vueltas y más vueltas a todo cada cinco minutos y, especialmente, debía dejar de hacer una montaña de un granito de arena y dejarme llevar un poquito.
Estaba empezando el curso en un nuevo instituto, era la nueva, y eso podía ser un trampolín para decirle adiós a mi vieja yo y empezar de cero. Aunque, sí, vale, esa vieja yo era un poquitito tozuda y no se iría tan fácilmente. La conocía, llevaba toda la vida conmigo.
Cuando llegamos al fin del caminito de piedras, entramos por la parte trasera del edificio. Esa
entrada tenía toda la pinta de no ser la principal y eso me reafirmaba en mi sensación de que ese caminito por el que habíamos llegado hasta allí debía de estar prohibido. Marina sabía los
escondrijos del lugar y cómo funcionaba todo allí, de eso no cabía duda.
—Por aquí se tarda menos en llegar al otro lado del patio —susurró Marina poniendo morritos y
colocándose el dedo índice entre los labios para pedirme silencio.
La seguí despacio, andando por aquel pasillo ancho y vacío que acababa en una encrucijada de otros cuatro pasillos más en los que se distribuían las aulas. Se escuchaba el sonido de la gente al otro lado de las puertas. Al fondo, la luz brillante del sol atravesaba las ventanas.
En aquel momento me detuve. Algo había captado mi atención. Era una bonita pintura protegida con un cristal. Estaba colgada en la pared, acompañada de muchas más alrededor, todas fijas en un marco de corcho, puestas en mitad del pasillo como si se tratara de una exposición.