-¡Bueno! ¡Ya, ¿no?! -saltó a defenderme Marina. Igual sí que había acertado pensando que Marina era alguien bueno a quien tener cerca.
Pero él seguía mirándome con esa expresión de chulo, de superioridad.
-Y, a ti, qué apodo te ponemos, ¿eh? -Volvió la mirada hacia Marina. Yo también la miré, de
reojo, para ver su reacción. Vista a través de los ojos de él, Marina, con su impaciencia y su
movimiento constante, parecía un cachorrito enfadado, tan chiquitita y apretando los labios de modo que sus mofletes se habían hinchado ligeramente. Él chasqueó la lengua mientras esperaba una respuesta. De repente, le apareció en los labios una sonrisa llena de malicia-. Basurera. Podemos llamarla Basurera.
Cómo no, la gente a nuestro alrededor, que seguía observando toda la escena como un grupo de fieras hambrientas, estalló en gritos de halago ante la gran ocurrencia del chico.
Por lo que parecía, yo era la única que se daba cuenta del nivel de imbecilidad en el aula...
Porque todos se echaron a reír como si fueran uno solo e incluso dos de ellos elogiaron con gritos aquella salida tan despectiva. Empecé a notar cómo se me movía la tripa, algo dentro de mí se estaba despertando... Y esta vez no era el miedo.
No pude aguantarme más.
-Basurera por qué, ¿eh? -Eché la cabeza hacia atrás al mismo tiempo que daba un paso al
frente para encararme con él.
Ay. Dios. Mío. ¿Por qué había hecho eso? Era mi primer día, yo era la nueva. ¿Quién me
mandaba enfrentarme al chulito de la clase? Pues mi coraje me lo mandaba. Esa especie de bestia que tengo dentro y que sale siempre en el peor momento.
Parecía sorprendido, pero no tanto como para no seguir con su broma.
-Porque le tenemos dicho que pare de ir recogiendo basura por ahí.
Los demás empezaron a cuchichear mientras él me miraba, con esa misma sonrisa cruel de antes, pendiente de mi reacción.
Quería controlarme. No quería que aquel idiota me hiciera llorar. Quería recuperarme del
agujero que me había dejado en el pecho al fusilarme con sus repugnantes palabras. Así que no me quedaba otra que respirar profundamente y coger el máximo de aire posible. Pero algo más fuerte que las lágrimas seguía latiendo en el fondo de mi garganta. Algo que no era miedo, aunque se le
parecía, pues quemaba igual. Era rabia.
No quería dejar que ganara. Pero tampoco quería que me expulsaran en mi primer día. En ese instante estaba haciendo uso de todo mi autocontrol para no derramar ni una lágrima.
-Mira, no sé cómo te llamas. -Seguí controlando la respiración, aspirando hacia los pulmones el aire con olor a humanidad que flotaba en esa sarnosa clase-. Pero tampoco me importa. Yo no he venido aquí a hacer amigos, y mucho menos quiero hacerme amiga tuya. He venido aquí a estudiar, y tendrás que aguantarme día sí y día también. Y la próxima vez que te metas con mi amiga, la vamos a tener.
Así había salido. La atmósfera que nos envolvía era como si se hubiera cortado. Ahora el que
estaba cogiendo aire era él. Noté cómo se le inflaban las fosas nasales. El hecho de que yo me enfrentara a él le había molestado. Y estaba haciendo un verdadero esfuerzo para que no se le notara.
Y, justo cuando abría la boca para responderme, sonó el timbre y se abrió también la puerta de
clase.
-¡Bueno! Pero ¡si tenemos a una alumna nueva y todo! -exclamó el profesor entrando en clase.
Era un hombre alto y desgarbado, con la cabeza desproporcionadamente grande. Tenía el pelo
negro, la piel muy blanca y llevaba unas gafas de culo de botella que le hacían los ojos más
grandes de lo que ya eran. Aun así, su voz sonaba de lo más agradable cuando me preguntó-:
Zoe, ¿verdad? -Asentí. Todavía estaba temblando por todo lo que nos había ocurrido a Marina y a mí al entrar-. Toma asiento, Zoe. Yo soy Steven, el profesor de matemáticas. ¿De dónde vienes?
-Del instituto para chicas de Beverly Hills -dije con la boca pequeña.
Ay. Lo había dicho sin pensar. Y nada más cerrar la boca ya me di cuenta de cómo sonaba. Era la
costumbre, yo llevaba toda mi vida yendo allí y refiriéndome así a mi colegio. Pero entendía
perfectamente cómo sonaba dicho en voz alta y lo que pensaría la gente de mí. Los nervios que
todavía me daban patadas en el estómago no me habían dejado pensarlo mejor. Los chismorreos detrás de mí se hicieron aún más fuertes. Ya sabía yo que decir eso iba a ser un problema.
Steven, el profesor, me mandó sentar y por fin comenzó la clase. Una clase que, la verdad, fue
bastante intensa. Al principio nos obligaron a todos a presentarnos y a contar algo sobre nosotros, porque al parecer eso era lo que hacían cuando llegaba un estudiante nuevo. Yo dije que me.
llamaba Zoe, aunque sabía perfectamente que mi nombre había sonado ya cuatro veces entre esas paredes. Pero no me apetecía que supieran nada más sobre mí. Cuando Steven insistió para que contara algo más, como, por ejemplo, mis aficiones, me aventuré y dije que me gustaba ir a clases de ballet. No pensaba volver a repetir otra vez que fui a un colegio para niñas. Igual así lograría sobrevivir a aquel infierno.
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