-Eso es imposible, necesito que me dé una dirección o un lugar.
Dejé escapar un gruñido. Me sentía mal por ponerle las cosas difíciles al pobre hombre, porque estaba claro que él no había tenido un día fácil. De hecho, por la cara con la que me miraba, puede
que estuviera hasta los huevos de clientes indecisos, pero si alguien allí había tenido un día de perros había sido yo -«de perros» era poco: en realidad, el día había sido una catástrofe total-.
Así pues, decidí no sentirme tan mal por el hombre, que seguía mirándome con cara de malas pulgas.
-Ya le he dicho que me da igual -repuse, esta vez elevando un poco más el tono de voz, tal
como se eleva al inicio de una discusión. Tuve que apoyar la mano en el asiento del taxi para
intentar controlar mi enfado. Volví a recordarme que el pobre hombre no tenía por qué aguantar
mis pataletas, que era un conductor, no un psicólogo. Pero allí estaba él, la única cuerda de la que podía tirar para liberar mi ira, ¡qué mala pata!
-Y yo le digo que eso es imposible, señorita, lo siento.
Aunque segundos antes había estado dispuesta a comenzar una pelea, en ese momento me quedé callada. Quizá reaccioné de ese modo porque el taxista me había hablado con voz calmada y educada o quizá fue porque, después, apoyó los codos suavemente en el volante y enterró la cara entre las manos, acompañando el gesto con un suspiro de cansancio.
Sí, creo que eso es lo que me hizo abrir los ojos y pensar. Había sido una egoísta al creer que
era la única que tenía problemas.
-Mire. -Cogí aire mientras él alzaba la cabeza para mirarme a través del retrovisor-. Yo le
entiendo mejor que nadie. Aunque no lo crea, seguro que tenemos cosas en común -le comenté incorporándome en el asiento para acercarme a él. El hombre hizo una mueca de disgusto sin
creerse nada de lo que le decía-. Vamos a ver... Voy a intentar adivinarlo -insistí haciéndome la
interesante-. Usted ha tenido un día de mierda, ¿verdad?
Se lo solté sin ninguna vergüenza y, al instante, el taxista se volvió hacia mí, pasmado.
-Bueno... -comenzó a decir, para seguirme el rollo-, aunque parezca que sí, tampoco ha sido
para tanto.
-A mí no me engaña. No, porque lo reconozco en su mirada. Sé mucho de días malos y le
prometo que yo he tenido un día peor que el suyo. Usted se ha ido cansando durante el transcurso de la jornada, lo que significa que ha ido perdiendo la energía a medida que pasaban las horas. Yo no. Yo he estado relativamente normal hoy y, de repente, en la última hora, todas mis defensas se
han esfumado, dejándome más lacia que una acelga. Básicamente agotada. ¡Como usted! -Sonreí con ironía al final.
-Bueno, la verdad es que no ha sido uno de mis mejores días, no -confesó finalmente el
taxista.
-¿Lo ve? ¡Ya tenemos algo en común! Así que le voy a pedir, y ya sé que estoy siendo
superinsistente, que me lleve a algún lugar donde pueda despojarme de todo este cansancio que
tengo. Como experto en esa sensación que es usted también, seguro que se le ocurre adónde llevarme. Mi voz no sonó ni la mitad de lo desesperada, hecha polvo y angustiada que estaba, y apenas me tembló la mano cuando le di una palmadita en el hombro y me eché hacia atrás en el asiento y me puse a mirar por la ventana.
Porque lo estaba. Aun así, mientras el taxista por fin arrancaba el coche, me recliné aún más en
el asiento para hacer exactamente eso que tanto necesitaba: despejar mi mente.
La lluvia comenzó a caer con más intensidad. Me concentré en las gotitas que se deslizaban por el cristal, eso me mantenía ocupada. Mientras el taxi giraba a la derecha por una calle -ni idea de cuál era-, toqué el cristal de la ventana. Transmitía el frío de la tarde noche. Como mi corazón, frío. Estaba frío y necesitaba que alguien lo calentara. Pero ese alguien no quería saber nada de mí.
Porque ya no era nada para él. Nada.
Por eso mismo intentaba evitar pensar en nada porque, cuanto más pensaba en nada, más
pensaba en todo, porque ese «nada» lo era todo o, al menos, lo fue todo en un momento. Por eso
mismo me había metido en aquel taxi y contemplaba las gotas de lluvia con el objetivo de dejar la mente en blanco. No quería pensar.