Un mes antes...
Pánico, tensión, agobio, terror, espanto, pavor. Todos esos sentimientos crecían dentro de mí,
alimentándose de mi debilidad. Cualquiera que escuchara mis pensamientos aquel día diría que no había hablado con un hombre en toda mi vida.
Pero es que, más o menos, así era.
Sé que es triste, pero la culpa la tiene mi padre. Nunca me dio la libertad de una niña con una
vida corriente, una vida en la que se pasa la mitad de las horas del día viendo a chicos,
compañeros... ¡Hombres! Esa palabra no entraba en mi vocabulario. Nunca entró y, entonces, después de diecisiete años, no estaba segura de querer que así fuera.
Estaba a punto de entrar en mi nuevo instituto.
Para muchos, cambiar de instituto no es nada especial, lo sé. Pero, para mí, el cambio era
enorme. Toda mi vida había ido a un colegio solo para niñas, y jamás me habían dado la
posibilidad de cambiarme e ir a un instituto mixto.
Ni idea, tampoco, de si me había precipitado cuando le respondí a mi padre que sí, que quería ir a uno mixto.
De todos modos, ya era tarde: allí estaba yo, en una esquina, observando cómo chicas y chicos
felices entraban en el centro con una facilidad, con una normalidad, que me parecía imposible.
El sol pegaba fuerte. El calor, atrapado en el asfalto a lo largo del día, subía hacia el cielo
haciéndome sudar más de lo que ya estaba sudando. Me costaba pensar con claridad. Veía un halo de luz delante de mis ojos y tuve que pestañear varias veces para centrar la mirada en algo.
Me obligué a dar un paso hacia delante. Tampoco tenía que pensarlo más: aquello era lo que quería desde hacía años -creo que no es ningún secreto decir que estar en un centro solo de chicas es muy agobiante.
Claro, que también agobia ver a chicos por todas partes.
Perdón, rectifico: lo que me provocaba náuseas y un temblor en las rodillas era que me vieran.
Ya está, lo reconozco: me da vergüenza que me miren y sabía que, en cuanto cruzara la puerta del nuevo instituto, todos mis complejos y debilidades se multiplicarían por mil. Solo estaba acostumbrada a convivir con chicas. Sabía que, si lo hacía, mi vida iba a cambiar por completo a partir de entonces. Un giro de ciento ochenta grados se aproximaba a pasos agigantados.
¿Tenía que arrepentirme? Solo lo averiguaría si entraba.
No quería que nadie supiera que estaba desorientada, así que respiré hondo y, entonces, me puse a caminar.
No dejé de hacerlo, aunque una parte de mí me animara a dar media vuelta y escapar de allí.
Seguí avanzando, cada vez más rápido. No era nada fácil: entre la puerta y yo había una multitud de gente altísima -que serían mis compañeros y compañeras- que, como iban charlando despreocupadamente, me pisaban y empujaban mientras pasaba entre ellos como podía.
Por lo menos, logré cruzar las puertas de la entrada. Aquello ya era todo un éxito, pero, antes de que me tuvieran que vendar las dos piernas por todos los pisotones y golpes que estaba recibiendo, me apoyé en una de las taquillas un poco más alejada de la muchedumbre.
Suspiré, cansada. Superar aquella primera prueba ya me había parecido una verdadera proeza, pero entonces..
¿Sabéis esa sensación que se tiene cuando sientes que alguien te está observando? Ese
cosquilleo detrás de las orejas, ese picor en la coronilla, que me ponía nerviosa, porque encima era alguien que no conocía.
Pues yo tenía dos ojos marrones e inocentes posados en mí. Dos ojos que me miraban con un poco de pena, y de generosidad también. Bajé la cabeza para encontrarme con esa mirada. Una
chica bastante mona, bajita y con un moño alto se acercó a mí.
-¡Hola! ¿Necesitas ayuda? -me preguntó, despreocupada, mientras abría una taquilla al lado de donde yo estaba y sacaba un montón de libros que metía en su mochila.
No tenía ni idea de si aquella chica sería un salvavidas para mí o un peso atado a mis pies.
-No quiero empezar mi primer día con mentiras, así que sí, necesito ayuda. Estoy más
desorientada que una brújula escacharrada.
-¡Eres nueva! -medio preguntó medio afirmó la chica del moño. Entonces dejó todo lo que
estaba haciendo y fijó toda su atención en mí-. ¿Cómo te llamas?
Parecía dispuesta a ayudarme y yo esperaba que así fuera, ya que estaba bastante perdida y no
sabía adónde tenía que ir.
-Zoe. Zoe Miller.
-Espera... ¿Tú eres Zoe Miller? ¡Anda! ¡Mira qué casualidad, estás en mi clase! -anunció
entusiasmada, como si hubiera descubierto la solución a un gran misterio. Entonces me agarró del brazo y comenzó a tirar de mí.
-¿Y eso cómo lo sabes? -le pregunté, mientras el corazón me daba un vuelco. Aun así, me
esforcé por seguirle el paso. Para ser una pulguita, corría más rápido que una gacela. Llevaba unos botines preciosos de cuero con una hebilla dorada y unos tacones cuadrados no muy altos.
