Debo reconocer que era bonito ver el ambiente de principios de septiembre en el instituto.
Brillaba un sol tan intenso que hacía casi imprescindible hacer visera con la mano para poder ver.
Y el sol, esa bola de fuego que amenazaba con dejar ciego a quien consiguiera centrar su mirada en él, también transmitía energía, una energía que parecía bañar a todas aquellas personas que caminaban alegremente, que jugaban al fútbol en el centro del patio o que charlaban sentadas en las gradas que había al fondo. Seguramente ninguno de mis compañeros tenía tantos pensamientos
negativos agolpados en la cabeza como yo, pues parecían despreocupados charlando los unos con los otros. Aunque supongo que nunca sabes en qué está pensando alguien hasta que no le conoces realmente. Mientras seguíamos caminando, pude ver a las mismas chicas vulgares con las que había coincidido en clase, las mismas que, sin conocerme, ya me miraron con desprecio y se rieron de mí. A ellas no tenía ningunas ganas de conocerlas, la verdad.
Eso, en aquel momento, acabó por hundirme los ánimos. De hecho, parecía que yo fuera la única oveja negra en todo el instituto a quien el sol no le transmitía una energía desbordante. Al contrario: me sentía perdida, como si sobrara. Comenzó a darme pánico la idea de no encajar en el grupito de Marina. Quizá pueda parecer una tontería, pero, bueno, creo que ha quedado claro que yo siempre le he dado demasiadas vueltas a las cosas. Me rayo incluso con temas que parecen que no tienen ninguna importancia. Soy una profesional en rayarme, de veras.
Pero, en serio, insistí yo -o, más bien, mis propios miedos- en mis pensamientos: «¿Y si no les caía bien a esas chicas?». Marina era la única que me había prestado atención desde que había llegado, incluso había intentado defenderme del bravucón de Matthias, pero si yo no les gustaba a sus amigas... Además, eran unas amigas que debían de ser muy importantes para ella porque, cuando por fin cruzamos el patio, la cara se le iluminó, no por la luz radiante del sol, sino porque volvía a sentirse acompañada de gente que conocía y no de aquella plasta pringada -es decir, yo
- de quien debía de sentir que tenía que hacerse cargo.
Mis miedos siguieron atacando. Me recordaron que, si al final no encajaba con aquellas chicas,
todo se fastidiaría. Entonces solo tendría a Marina. Supongo que ella seguiría estando a mi lado un poco por pena, para no dejarme sola, y yo, por mi parte, tendría que fingir ser como ella, tener los mismos gustos, los mismos pensamientos y codearme con la misma gente para que Marina estuviera contenta.
La verdad era que todos aquellos miedos y aquellas comidas de coco eran agotadores, pero yo me lo había buscado solita. Todo era culpa de mi cabezonería y de mis ganas repentinas de cambiar de aires, aunque aún no era capaz de decir por qué: en mi antiguo instituto no había tenido jamás ningún problema, tenía amigas desde hacía años y todas allí me conocían superbién.
Y también era una estudiante ejemplar. Lo tenía todo. Había tenido una vida perfecta. Y puede que existiera la posibilidad de tener una vida así en el nuevo instituto, aunque lo dudaba. Lo dudaba mucho.
¿Por qué? ¿Por qué decidí cambiar cuando todo me iba bien? Si siempre había sido una persona
a la que no le gustan las cosas nuevas, una persona que en los restaurantes siempre pide lo que ya conoce porque le da miedo probar algo que no le vaya a gustar...
-Espera... -Tan metida estaba en mis pensamientos, para variar, que me llevé un buen susto cuando Marina me detuvo justo antes de girar hacia la izquierda, donde estaba la sección de gradas más alejadas del patio.
-¿Qué ocurre ahora? -Me estaba desquiciando. Tantas dudas, tantos pensamientos negativos...
Quería acabar con el mal trago de conocer a sus amigas cuanto antes.
