Era el típico calzado que es discreto, que no está hecho para que lo miren, pero que a quien se fija en él le transmite claramente una cosa: su dueña tiene dinero y, aunque no se viste para que lo sepas, tampoco intenta ocultarlo.
—Marina —dijo, sin más.
—Marina, ¿cómo sabes que voy a tu clase?
En ese momento frenó tan fuerte que me paré con una sacudida, como si fuéramos montadas en un coche. Por lo visto, los botines servían también para eso.
—Aquí todo el mundo lo sabe todo, mujer. Si es algo informativo, ya se encargan los profesores
de anunciarlo y, si es algo privado, ya se encargan los chavales de dar la voz.
Después de decir eso volvió a arrancar a toda velocidad, a esa hiperactividad que me costaba
seguir. Yo iba a su lado ahora, porque, la verdad, con esa frase me había picado la curiosidad.
—¡Ah! —añadió entonces a toda velocidad. Porque no solo caminaba rápido, sino que hablando era todavía más veloz. ¿Aquella chica no tenía pausa o qué?—. Y, cuando no tienen de qué hablar, para eso está la imaginación, para esparcir rumores y mentiras. Pero, bueno, no te voy a asustar, que es tu primer día.
Asintió con la cabeza, y yo hice lo mismo como un acto reflejo. Intentar seguirle el ritmo a
Marina me estaba mareando. Me quedé quieta, pensando en lo que acababa de soltar. ¡Menudo
aterrizaje! Si mi miedo estaba escondido, podía notar cómo me arañaba la tripa justo en ese
momento. Acto seguido, volvió a caminar rápido sin dejarme decir nada, hasta que llegamos frente a una puerta cerrada. De repente frenó. De nuevo, en seco. Deduje que esa sería nuestra clase.
Y, detrás de la puerta, se escuchaba un escándalo tremendo. Cuando digo «escándalo» no quiero decir «murmullo», esto es, ruido de gente hablando, alguna que otra voz por encima de otra. No: quiero decir «escándalo». Como si hubiera una fiesta al otro lado.
—¿Lista? —Marina me sonrió, emocionada, como si estuviéramos en la cola para montar en una atracción y de pronto nos tocara entrar. En cambio, yo tenía una cara de querer morirme en ese momento. Igual sí que había una fiesta.
Me cogió fuerte de la mano y, aunque estaba segura de que tenía suficiente fuerza en su pequeña y huesuda manita para tirar de cuarenta y cinco kilos o más, logré frenarla.
—No, no, espera... —Deshice la goma con la que me sujetaba el pelo, dejando sueltos mis rizos
marcados y rubios. Odiaba mi pelo. De pequeña se reían de mí en el colegio llamándome Ricitos
de Oro. De hecho, parecía cinco años más pequeña por mi pelo o, al menos, así me veía yo. Siempre que me sentía nerviosa, o preocupada, necesitaba arreglarme el pelo. Era una manía que tenía. Y en ese momento estaba muy muy nerviosa—. ¿Te importa que..., que me haga una trenza?
Me arrepentí enseguida de haber preguntado. A través de los grandes ojos de Marina podía ver
la impaciencia que tenía dentro. Lo veía también en cómo su pie se movía, inquieto, y su
respiración se aceleraba. Parecía toda ella un vídeo en time-lapse.
—Estás guapísima, vamos.
Entonces, tan rápido como hacía todas las cosas, tiró de mí y, sin dejarme replicar, me arrastró hacia dentro.
—¡Hija de puta! ¡Pensaba que eras un profesor!
Gotas de sudor se deslizaban por mi cuello de lo nerviosa que estaba en ese momento. Y aquel
grito que nos acababan de pegar no ayudó demasiado a tranquilizarme. Me dio un repaso
mirándome como lo hace esa gente que sabe que su sola presencia pone nervioso. Y me ponía nerviosa. En todas las clases hay uno, y ahí estaba. Un chulito.
Tampoco me tranquilizó mirarle a los ojos. Estaba sentado en una mesa, con los pies sobre la silla. Tenía la voz grave y áspera, como una lija. Daban ganas de golpearle en la espalda para que tosiera.
—Buenos días a ti también —le soltó Marina saliendo de la situación como si diera un salto con su voz cantarina, alegre como era ella. Sin embargo, no funcionó: había tensión en el aire. En ese preciso instante, toda el aula se quedó en silencio.
En las películas policíacas siempre sale el típico callejón sombrío, lleno de gente peligrosa, que
sabes que nunca lograrás atravesar si te metes en él. Pues la gente que estaba en el aula parecía
escapada de un callejón de mala muerte como ese. Sí, iban vestidos con uniformes de clase alta, como si intentaran camuflarse, pero, aun así, se veía a kilómetros de distancia que eran la clase de personas que te saludaba dándote manotazos en la espalda hasta dejarte sin aire, y eso si les caías bien. El típico gesto que desde fuera parece cordial, pero que está pensado para que te duela un poco más de la cuenta, para acoquinarte, para dejarte claro quién manda. Siempre ellos.
Y estaba claro, por la forma en que me miraban, que yo no les caía bien.
Me miraban con un odio que yo jamás sería capaz de sentir contra nadie a no ser que matasen a mi familia. Eso parecía, sí, exacto. Me miraban como si hubiera matado a sus familias. Y tuve miedo.
—¿Quién es esta, Marina? —preguntó el mismo chaval, mientras los demás me daban un repaso de arriba abajo con cara de desprecio. ¿Qué era? ¿Invisible? ¿Qué tenía que preguntarle a Marina
en vez de a mí? A ver, estaba claro que no lo era porque, por muy enferma que me pusiera su
comentario, y sería capaz de admitir que me afectó hasta causarme dolor de tripa, seguía siendo atención, y me la estaba prestando. La misma atención que cuando pisas una mierda en la calle.
Solo que no me hacía ni caso. Era invisible solamente para hablarme. Como si solo sirviera para ser observada y no para contestar.
—Esta es Zoe —respondió ella intentando aliviar la tensión. A cada paso que daba parecía que
perdía más y más la paciencia y aquello, claro, me ponía nerviosa a mí. Me asaltaron unas ganas terribles de echar a correr, de esconderme en una esquina sola y llorar. Aun así, gracias a Marina, logré tranquilizarme. No la conocía de nada, pero su seguridad anterior me había causado la impresión de que íbamos a ser muy buenas amigas. Empezaba a pensar si me habría equivocado, y esperaba que no. En el poco rato que habíamos pasado juntas, se había convertido en una especie
de fuente de ánimo y apoyo para mí y, si ella perdía el control, yo también.
Creí, en ese momento, que estábamos conectadas. Me había conectado a su seguridad y cariño desde el primer momento en que la vi.
—Zoooe —trató de imitar el tono de voz de Marina mientras se acercaba con las manos en los bolsillos, lentamente, en plan chulo. Se detuvo justo al lado de donde yo estaba de pie—. Zoe, ¿qué? —Abrí la boca para contestar, pero me interrumpió—: ¿Zoe Ricitos de Oro?
Tendría que haberme imaginado que ocurriría algo así. Ahí estaba: el insulto clásico, ese que,
aunque en el fondo sabes que es el insulto fácil que, por no tener, no tiene ni originalidad, nunca deja de hacerte daño.
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