La vengadora

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Trabajar contra la burguesía no era complicado, eran, junto a las reinas, mis enemigas naturales. Simples idiotas que creían que con dinero podían lograrlo todo, incluso cambiar aún más el mundo que conocía.

El verdadero reto era entrar a la Palestra con la frente en alto e ignorar las furiosas miradas que me arrojaban Styr y Beyla. Quería tomar sus estúpidas cabezas e impactarlas entre sí con fuerza hasta que todo lo que quedara de ellas fuera una masa sanguinolenta de carne y huesos, para su suerte no podía hacerlo. La comandante de las reclutas, Judithe, se encontraba inmersa en todo un discurso para expresar mi aceptación en las filas.

—Los tiempos de paz nos llevan a todas a tomar decisiones fáciles, lo cual es un error y por supuesto, debe ser corregido. Tener la entereza de enderezar el camino y hacer lo correcto por el reino requiere mucho valor y su nueva compañera, Steina, ha decidido enmendar su camino y unirse a nosotras —explicaba en un asqueroso tono maternal y condescendiente.

Mi lengua hervía solo de contener todas las palabras que deseaba gritar, pero tenía que estar aquí, tenía que aprender a llevar correctamente una espada, debía escuchar conversaciones entre las hijas de las burguesas, establecer lazos y según Melinda, sudar todo el alcohol que había embutido en mi cuerpo a lo largo de los años. Decidí ignorar las palabras de Judithe y concentrarme en aquella fatídica conversación acaecida unos días atrás:

—No voy a ir a la Palestra, me matarán —exclamé a Lynnae. Por alguna razón me había dado refugio en su hogar. Era una suerte para mí y estaba agradecida con el techo que me compartía, en el orfanato ya no me aceptaban y no podía vivir en las calles para siempre, por supuesto, eso jamás lo escucharía de mis labios.

—No lo harán, estaré allí, soy la autoridad. —Agitó su capa roja mientras la colocaba sobre sus hombros con facilidad, luego se acercó a mí y acunó mi rostro con una de sus manos, el roce era cálido y agradable, sonreí sin pensar—. Preséntate mañana, las heridas en tu rostro han sanado bien, no se abrirán con un poco de ejercicio.

—Hay más autoridad en mi dedo meñique que en tu capa, enana —escupí para sacudir la agradable sensación que dejaron sus dedos sobre mí. Lynnae frunció el ceño al escuchar la última palabra. En cuanto pude abandonar el sofá de la sala de su hogar, había descubierto que le sacaba al menos media cabeza. Desde ese momento y como siempre ocurría cuando conocía a alguien, la había bautizado con un apodo.

—En la Palestra la tengo y como ellas, deberás respetarme —gruñó. Sonreí, hasta con el ceño fruncido era tierna.

—Que no se te suba a la cabeza, enana. —Di un par de palmadas a su coronilla. Ella no pudo contener la risa.

—No te metas en problemas y nada se subirá a mi cabeza. —Apartó mi mano—. No estarás en entrenamiento durante mucho tiempo, solo el necesario para que puedas defenderte si algo sale mal.

—Soy de Cressida, mis madres me enseñaron a manejar una espada desde antes que pudiera caminar —espeté.

—Solo debes reforzar tus conocimientos, es todo —torció el gesto—. Sé que pertenecer a una casa noble puede ser complicado. —Frotó su pecho, justo sobre su corazón y por un instante sus ojos se perdieron en algún lugar lejano—. Aun así, podemos forjar nuestro destino, puedes cambiar el destino de la casa de Cressida.

—No hago esto por una noble y hermosa razón, enana —me dejé caer en la cama vecina a la suya, aquella que pertenecía a su hermana, de quien aún no me había hablado—, solo quiero dar un sentido a todo esto —agité las manos sobre mí—. Hay un vacío que no sé cómo llenar, algo en mí a lo que quiero dar un sentido y no puedo —gruñí—. Era más sencillo cuando podía llenarlo con vino.

El Último LegadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora