Karsten

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Remamos sin descanso por lo que pareció el resto del día. Kay mantenía los ojos fijos en el horizonte y los hombros tan tensos que, por un momento, temí que se fracturara en miles de pedazos. Era su culpa después de todo, ella había decidido llevar una carga imposible sobre ellos y debía lidiar con las consecuencias, era lo justo.

El silencio ocupaba el espacio entre su espalda y mi pecho y se extendía por cada centímetro del bote. Podía verlo saltar en el equipaje de Erika y en su capa, perfectamente doblada sobre este. No podía soportar vestirla y sentir su aroma a miel y mandarinas. Mis ojos ardieron y las lágrimas empañaron mi visión, un agudo sollozo escapó de mi garganta. Me apresuré a dejar los remos para secar a toda prisa aquella prueba de mi dolor, no podía ser débil ahora.

—Está por atardecer, deberíamos prepararnos para dormir —dijo Kay mientras abandonaba su remo y giraba en el banco para enfrentarme. Si notó mis lágrimas, decidió morderse la lengua y lo agradecí. No quería consuelo, no quería fracturarme en miles de trozos de nuevo. Llorar en silencio y soledad era mucho mejor.

—Podemos remar un rato más —dije.

—Las horas de sol son escasas en esta época y se harán aún más escasas conforme nos acerquemos al norte —explicó, luego tendió una mano hacia el equipaje de Erika— ¿Puedo?

—Eres la reina, puedes hacer lo que te dé la gana —dije con amargura.

—Ella era especial para ti, Axelia. Hacerte la dura al respecto no te ayudará.

Rodé los ojos y sequé las lágrimas que aún se empeñaban en rodar por mis mejillas. Tomé la capa con cuidado y la deposité sobre mi regazo. Un maldito soplo de aire helado acarició el borde peludo de la caperuza y aquel dulce aroma inundó mi nariz. Me sentí mareada, todo a mi alrededor se convirtió en una bruma marcada por la irrealidad. Esto no podía estar ocurriendo, hacía unas horas habíamos compartido una gran noche, habíamos disfrutado de las luces del norte y desnudado nuestros corazones. Esto no podía ser real.

Como siempre, los malditos de Luthier tenían que arruinarlo todo. Kay lo había dicho, el arma venía de sus tierras. Tenían que ser ellos. ¿Por qué no los habían matado a todos cuando se tuvo la oportunidad? Una razón más para rebanarle el cuello a la reina cuando durmiera.

Kay se inclinó sobre el equipaje y forzó los seguros con el pomo de su daga. Contuve una mueca. Eran muy lindos, de acero, con filigranas. No es que fueran de gran ayuda para Erika ahora, pero no estaba de más cuidar sus pertenencias, eran una parte de ella.

—Mermelada, galletas, algunos pasteles rancios, carne seca y pan, bueno, lo que el moho ha dejado de él. Esto me trae recuerdos.

—¿Recuerdos? —Mi voz se quebró al final y me vi obligada a carraspear para aclararla. No quería sonar como una niña que acababa de tener una pataleta.

—También serví en la frontera. Esto es un manjar tanto como los banquetes del palacio. —Su expresión se perdió en algún punto del pasado mientras sus manos trabajaban diligentes. Rebanó el pan lo más fino que permitía la miga y la corteza y apartó los trozos con moho, los cuales puso a resguardo dentro de un pañuelo. Luego untó algo de mermelada en dos rebanadas y me tendió una.

—Mastícalo bien, hice lo posible por traer agua, pero es algo difícil encontrarla en un barco que se encuentra bajo ataque. —Extrajo una cantimplora—. Tenemos suficiente para dos o tres días. Espero llegar antes a tierra firme.

Mi estómago gruñó de desesperación ante la apetitosa imagen de la mermelada de fresa, pero mi mente se negaba a aceptarlo. No quería comer aquello, no podía. Pertenecía a Erika, a su pequeña reserva personal de alimentos.

El Último LegadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora