El soplón

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El temporal no duró demasiado, aunque a mi parecer, se extendió por el resto de la semana de navegación que restaba. Así lo sentí en mis huesos, en mi piel, en mis músculos y en mi mente.

Volví a estar atrapada entre las cuatro paredes del camarote. Era imposible caminar en un barco en movimiento sin lastimarme, así que estaba confinada a aquel pequeño cuarto, a mi litera y a las sábanas cada vez más rígidas y sucias.

—Están limpias para mí —dijo Erika cuando le hice notar aquel hecho—. Considero que se ensucian de verdad cuando llevas unos cuantos meses navegando sin parar. —Pasó la página del libro que leía y continuó embelesada en sus palabras hasta que una helada ráfaga de viento entró por la ventana y caló en mi piel.

Mientras yo temblaba y mascullaba improperios, Erika solo levantó la cabeza con gracia, como si fuera una hermosa cervatilla que explora el horizonte. Mis labios se curvaron en una sonrisa a la par que los suyos. No sabía si sonreía en respuesta a ella o si solo lo hacía como un reflejo ante su alegría.

—Estamos por llegar —anunció—. Mañana veremos tierra y al atardecer estaremos en un cálido bar de Cathatica, celebrando nuestra travesía.

No pude evitar sentir algo de pena. Si bien el viaje había distado de ser algo cómodo para mí, no deseaba abandonar aquel espacio que compartíamos ¿qué ocurriría en tierra? ¿nos encontraríamos con Vasil? Mi estómago dio un vuelco ante aquella idea. Erika parecía tomar nuestros besos con naturalidad, como algo que sentíamos, que nacía en nuestro interior y poco más ¿qué sería de mi cuando él estuviera en el camino?

—Pensé que estarías feliz ante esa noticia. —Erika dejó de lado su libro y me prestó toda su atención— ¿No quieres desembarcar? Me dijiste que no habías visitado Cathatica en tu vida, así que me tomé la libertad de planear un viaje para ambas en tierra firme. —Pasó la mano por su cabello, de seguro trataba enmascarar la decepción latente en su voz—. Si no quieres está bien, solo deberás acompañarme a entregar los informes a mi madre y luego podemos pasar los días a bordo si así lo deseas —agregó a toda prisa y con fingido desenfado. Quizás la luz de las velas me engañaba, pero sus mejillas parecían estar teñidas de rojo.

—Me encantaría —respondí—. Nunca he conocido Cathatica, no estaría mal estirar las piernas.

—¡Excelente! El invierno llega antes a estas regiones, por lo que primero deberemos comprar algunos abrigos para ti. No estás acostumbrada a las gélidas temperaturas de mi tierra, luego compraremos algunos víveres básicos y armas, cazaremos lo que necesitemos y poco más ¡Será maravilloso!

Disfruté de su alegría hasta el punto de perderme en la gran cantidad de palabras que escapaban de sus labios y como si estos se convirtieran en fuego, me vi atraída hacia ellos como una inocente polilla. Mi pecho ardía por ella, no podía resistirme a su cercanía, a sus emociones. Era como si estuviera perfectamente sincronizada con cada una de sus emociones y cuando ella se emocionaba, mi corazón lo comprendiera a la perfección y quisiera estar cerca del suyo.

Recibió mi beso de buen grado, con un jadeo apreciativo que escapó travieso desde el fondo de su garganta. Sus manos buscaron mi cintura y se clavaron en ella, ignoré las punzadas de mis heridas y me concentré en lo bien que se sentía tenerla debajo de mí, en sus muslos contra los míos y en nuestros pechos perdidos en un vaivén singular. Nos separamos unos instantes, solo para perdernos en la intensidad de nuestras miradas.

—¿Qué es esto? —inquirí a la par que tomaba una de sus manos.

—No lo sé, pero quiero ver hasta dónde puede llegar —sonrió y apartó un mechón de cabello de mi frente.

—Ustedes están locos —admití luego de unos instantes.

—¿Quiénes? —Sus manos bajaron por mi espalda y se clavaron en mi espalda baja. Alzó una ceja y tiró de mi hasta unir nuestras caderas. Gemí a causa de la sorpresa, Erika solo levantó una ceja y dejó sus manos en aquel lugar, con firmeza,

El Último LegadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora