Gélida bienvenida

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El escudo de la casa real se burlaba de mí cada vez más y más con cada segundo que pasaba. Por reflejo había ejecutado una profunda reverencia, pero la reina consorte se había limitado a suspirar y levantar mi frente con un dedo. ¿Quién se creía que era para tocarme así?

—No hagas eso, lo odio —dijo hastiada—. No me acostumbro a que lo hagan y espero no hacerlo nunca.

No me esperaba aquella respuesta, aquella falta fragrante al protocolo me descolocó por un momento, unos segundos, luego la ira regresó a mí. ¿Cómo se atrevía a despreciar el poco respeto que era capaz de demostrarle? Quizás y los rumores tenían razón y no era apta para la corona. Una mujer que desprecia nuestras costumbres no debería estar casada con nuestra reina.

—Si me permite —me apresuré a tomar el pequeño envase con la pasta oscura de sus manos, necesitaba algo que hacer—. Usted no debería, yo no... por la Gran Madre —resoplé y me dejé caer de espaldas. El bote se balanceó de lado a lado.

Era como si toneladas de acero hubieran descendido sobre mi cuerpo de manera repentina. No podía respirar ni controlar mis emociones. Por un lado, mi corazón no dejaba de gritar ante la pérdida de su otra mitad y por el otro, mi mente no dejaba de torturarme por mi idiotez, ¡me encontraba ante la reina consorte!

Una parte de mí deseaba arrojarse sobre ella, golpearla y gritar. Por su culpa nos encontrábamos en este predicamento, por su culpa ya no había guerra en la cual buscar venganza ni gloria por la cual vivir y morir.

—Si planeas atacarme hazlo cuando toquemos tierra —dijo con tranquilidad. Recuperó el envase de mis dedos rígidos y continuó aplicando la mezcla con presteza—. Espero que eso sea suficiente —susurró para sí, luego extrajo una daga de su bota, la desenvainó con parsimonia y tomó aire. Por un momento la vi dudar, dio la vuelta a la hoja y me tendió el mango—. La bala se encuentra cerca, puedes extraerla con facilidad si haces palanca. —Sonrió avergonzada—. No creo tener la fuerza para hacerlo yo.

—¿Y la pomada? —No tenía sentido sangrar justo después de aplicar algún remedio. Quizás había perdido la cabeza.

—Hongos negros y algunas hierbas anestésicas. Se supone que previenen la infección y alivian el dolor, es lo mejor que pude hacer.

Bien, la reina no es tan estúpida como creí. Tomé el mango de la daga y controlé las vueltas que daba mi estómago. Era una guerrera, había entrenado para esto. La sangre no debía de molestarme. Sin embargo, mis manos temblaban. Quien estaba frente a mí era una de las figuras de mayor autoridad del reino, la esposa de nuestra reina, un paso en falso y bien podía acabar con su vida y condenar la mía.

—No temas, Senka no se enfadará —sonrió—. Demasiado.

—Su Majestad... No me atrevo.

—Solo somos tú y yo en este bote. Me temo que no tenemos otra opción —dijo con firmeza. Sus ojos oscuros brillaron con autoridad—. Solo hazlo.

—Si, señora.

La reina tenía razón, podía ver el proyectil entre la masa de sangre, carne y pomada negra que conformaba la herida. Tomé aire y acerqué la punta de la daga a la esfera, los músculos de la reina se tensaron bajo mis dedos, mi mano empezó a temblar y sin pensarlo demasiado clavé la punta justo a un lado del proyectil. La reina ahogó un grito y sin perder más tiempo, ni torturarla más, giré la daga para sacar la esfera de metal de una vez por todas.

El proyectil cayó al fondo del bote con un sonido sordo. La reina se deslizó del banco y cayó al fondo del bote, donde reposó con los ojos cerrados y la piel tan pálida como el algodón. Me apresuré a presionar la herida para fomentar el sangrado, la reina dejó escapar una maldición, pero no se apartó de mí, era necesario, una manera de eliminar cualquier residuo o suciedad que pudiera quedar dentro de la herida. Al terminar, me limité a aplicar un poco más de aquella pomada sobre la herida y a vendarla con un jirón de tela extraído de mi propia camisa.

El Último LegadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora