Un viaje rápido

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Los patines del trineo se deslizaban con velocidad pasmosa sobre el hielo, todo lo que podía escuchar, por encima del estruendo provocado por el viento, era el usual ladrido de los perros lobo y sus jadeos, así como el suave y casi imperceptible golpeteo de sus patas en la nieve. No había balanceos incómodos ni saltos como al viajar en carruaje, incluso era cómodo. Compartir el trineo con Kay no era mi actividad preferida para pasar el día, pero su presencia aportaba una calidez muy necesaria al espacio.

—Si todo va bien deberíamos llegar a la frontera de Cathatica en unos cinco días —dijo por encima de rugido del viento.

—Pensé que nos tomaría mucho más tiempo —farfullé.

—Sus mapas son mucho más precisos. Existen al menos 400 kilómetros entre el campamento y Cathatica. Con nuestra actual carga, los ocho perros pueden recorrer de manera segura unos 80 kilómetros al día sin agotarse demasiado. Tomaremos algunos descansos al día para comer y para que le enseñes a Katri a manejar una espada sin matarse en el intento.

Ahí estaba, la orden que tanto me desesperaba recibir. Enseñar a una mocosa el arte de la espada. Suspiré y acaricié el pomo de la mía, al menos el anciano había cumplido con su palabra y nos había regresado nuestras armas en el momento en el que pisamos el exterior de su amado poblado.

Katri no llevaba armas encima, pese a que su madre trató de obligarla a llevar consigo el cuchillo de la cocina. Quise reír al ver la escena, pero era tan deprimente y privada que no se sentía correcto hacerlo.

—Bien, entrenaré a la mocosa, pero más le vale estar a la altura y si la matan en su primera escaramuza, no será mi problema —espeté mientras me envolvía en mi capa.

El viento no pudo ahogar las ofendidas protestas de Katri, sin embargo, era ella quien llevaba el trineo y no podía darse el lujo de saltar sobre mí para atacarme. Estaba segura que ella lo lamentaba tanto como yo.

«Pensándolo bien, no es tan mala idea que me toque ser su maestra, es la mejor oportunidad para enseñarle modales.»

Con esa idea en mente me encontré deseando más que nunca la primera parada, cerca del mediodía, o lo que pasaba por mediodía en estas latitudes. El sol mantenía un obstinado y enervante beso con el horizonte, por lo que era difícil para mí estimar las horas.

Katri se apresuró a desempacar un gran pico y se alejó a unos cuantos metros de distancia, luego, procedió a abrir el hielo con potentes golpes y cuidadosos pisotones, en unos pocos instantes logró dar con agua, en ese momento, se arrodilló y con las manos empezó a tomar grandes porciones de hielo y a arrojarlas sus hombros. Rechiné mis dientes en respuesta, con el frío que hacía era de locos meter las manos en agua helada.

Pronto comprendí lo que hacía, después de asegurarse de que el agujero no se congelaría, se acercó a sus perros y uno a uno los fue liberando. Los animales la siguieron con una fidelidad pasmosa y esperaros pacientes a que ella les diera la orden para comenzar a beber.

Un golpe sordo a mi lado me sacó del sopor, era la espada de Kay, aun en su vaina y talabarte. Me dirigió una mirada cargada de significado y señaló con la barbilla a Katri. Luego, procedió a desempacar algunas pieles y a recostarse en el interior del trineo. Frotó su brazo herido de manera inconsciente y procedió a cerrar los ojos. ¿Tanto le había afectado aquel disparo? Pese al desprecio, me descubrí preocupándome por su bienestar.

—¿Y bien? ¿Vas a enseñarme?

La odiosa voz de Katri me sacó de mi ensimismamiento. Resoplé, tomé la espada de Kay y la tendí en su dirección. Katri se apresuró a extender las manos y yo dejé caer el arma sobre ellas, quizás con demasiada fuerza.

El Último LegadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora