Muerte, fiel compañera

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Cuando subimos al castillo de proa aún podía sentir el delicado y picante sabor de Erika en mis labios. Ella caminaba a mi lado, atenta a todas aquellas chicas que nos cruzábamos. No las conocía a todas, pero si recordaba sus caras. Después de todo, las observaba ir y venir cada día.

La cocina estaba desierta. El fogón estaba apagado, solo la luz de la luna llena que se colaba a través de las ventanas aminaba el espacio, formando sombras grotescas con las ristras de jamón, cebolla y ajos que colgaban del techo.

—No hay nadie aquí —susurró Erika. El sonido de su voz provocó un sobresalto en mi— ¿Te asusté?

—No. —En mi mente aún estaba presente ese momento de debilidad en el camarote. Esos sentimientos que se suponía no debía experimentar porque estaba preparada para luchar, y morir si era necesario.

—Creo que debemos ver los beques. —Agradecí que cambiara de tema. Acepté su plan y me dirigí a los beques, no había nadie. Solo las marineras encargadas de maniobrar la vela del bauprés y una que otra chica haciendo uso de los baños habilitados en el lugar. El movimiento del barco en esta zona hacía de tal actividad mundana algo muy peligroso, me encontré envidiando su equilibrio, mas aprecié en gran medida el pequeño baño al final del pasillo y que compartía con las guardiamarinas.

Di otro vistazo, pero no había nada extraño. Erika y yo nos encogimos de hombros y bajamos al primer entrepuente. A pesar de que las portas de cañones estaban abiertas, el ambiente se encontraba enrarecido. Después de todo, había una gran cantidad de chicas durmiendo en sus hamacas.

Avanzamos agachadas, esquivando pies, manos y cabezas que colgaban y se balanceaban al ritmo del barco. Revisamos detrás de cada cañón, baúl y mesa, no había nada fuera de lo común.

—Solo nos queda revisar el sollado, la bodega y el polvorín.

Así lo hicimos. El sollado se encontraba incluso más enrarecido que el primer entrepuente, había algunas marineras y guerreras de bajo rango durmiendo en él, así como varios suministros. Estaba oscuro y húmedo y al sonido de nuestros pasos se le unían los susurros en sueños de quienes dormían y el chirriar de algunas hamacas.

La bodega era un lugar mucho menos agradable. Jamás se me habría ocurrido almacenar alimentos y bienes en tales condiciones, pero no había otro lugar. Aquí y allá había barriles, sacos de harina, pan y legumbres, algunos vegetales que empezaban a dañarse y diferentes tipos de carnes saladas y jamones que colgaban del techo.

—Creo que informaron muy mal a la capitana —dije mientras terminaba de dar vuelta a la segunda fila de barriles. Poco podían hacer nuestras velas para combatir la oscuridad del lugar y cada sombra era más amenazante que la anterior.

—No podemos descartar ninguna opción, Axelia. Además, debemos de revisar el polvorín.

Observé la vela en mi mano. Pólvora, fuego y un barco de madera que supuraba brea, una maravillosa combinación para el desastre.

Me separé de Erika para revisar mejor toda la bodega. Deseaba encontrar al maldito polizón en este lugar, atraparlo durmiendo o comiendo nuestras reservas, descubrirlo en una posición tan vulnerable que le fuera imposible defenderse. Sacudí mi mano dominante y con ella, mi espada. El sudor se acumulaba en mis palmas y hacía de los guantes un espacio insoportable.

Un crujido y un susurro erizaron mis oídos, luego escuché un pequeño chillido. Levanté mi espada y miré hacia la fuente de aquel sonido, elevando mi espada y la vela en aquella dirección.

—Ríndete ahora y serás tratado con justicia —advertí.

—¿Axelia? —Erika se unió a mí. Lado a lado levantamos nuestras respectivas espadas. La luz de su vela se unió a la de la mía y nos permitió iluminar un espacio mayor. Las sombras cedieron a nuestro paso, revelando nuevos barriles, más alimentos, equipaje extra que no cabía en los camarotes.

El Último LegadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora