Capítulo 1: El infierno se desata en Oxford

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Alice Liddell adoraba dibujar casi tanto como leer. Podía pasarse horas y horas dibujando y perdiéndose en el agradable aroma y el suave tacto de las páginas de un libro nuevo. Y, por supuesto, aquel día no sería la excepción. Era una niña imaginativa y alegre, cuyas historias fascinaban a todo aquel que se sentase a escucharlas... Pero también era extremadamente introvertida. Podríamos afirmar que contaba esas fantasías a sus amigos pero sería mentir, pues los únicos amigos que tenía eran aquellos que habitaban el inexistente País de las Maravillas.

Aunque no había resultado nada fácil, esa fatídica noche había convencido a sus padres para poder quedarse en la biblioteca un rato antes de irse a dormir, siempre que prometiese que apagaría la lamparita de aceite que utilizaban para alumbrar la oscura habitación. Era ya casi un ritual nocturno para la pequeña leer Alicia en el País de las Maravillas, un libro escrito por un antiguo amigo de la familia llamado Charles Dogson, que se inspiró en las incesantes historias con las que Alice conseguía maravillar a todo el mundo.

—¿Alice?

La dulce voz de su hermana mayor, Lizzie, sacó a la niña de su lectura. ¿Cuándo había entrado? «He debido estar muy concentrada para no darme cuenta», pensó.

—Lizzie, ¿qué haces aquí?

—Solo venía a comprobar que estabas bien antes de marcharme a la cama —contestó Lizzie con tono cariñoso mientras se sentaba a su lado.

Elizabeth Liddell sentía un gran afecto por la pequeña, pero desgraciadamente era demasiado mayor para jugar con ella. Todas las tardes, ambas se sentaban en el jardín del hogar familiar de los Liddell, y Lizzie escuchaba atentamente las increíbles aventuras de Alice en el País de las Maravillas: gatos que sonreían, sombrereros locos que tomaban el té... Lizzie dejó escapar un suspiro, observando la tarea en la que tan concentrada parecía su hermana. Ya tenía ocho años, debería salir y hacer amigos, no perderse en historias inventadas sobre mundos fantásticos e inexistentes.

Unos dibujos recientes se encontraban desparramados sin ningún orden por encima de la mesa, a los que no pudo evitar echarles un vistazo.

—Ese es el Gato de Cheshire —murmuró Alice, antes de retomar su mágica lectura.

Lizzie miró a su hermanita de nuevo. Había esbozado una sonrisa al contemplar las obras de la niña, pensando en que quizá en un futuro se dedicaría al arte... ¿O le pegaría más ser escritora? Pero aquella fugaz sonrisa se esfumó de su rostro tan rápido como había aparecido en él cuando recordó las novedades que tenía que contarle.

—Alice, cielo. ¿Recuerdas lo que te conté sobre el estudiante de papá?

—¿El de la universidad?

—Ese... El mismo. No me gusta; siempre que voy a ver a papá a la universidad me observa con una mirada que ojalá pudiera olvidar —un escalofrío recorrió la espalda de la muchacha con aquel desagradable recuero—. Hoy... Hoy ha intentado tocarme sin mi consentimiento, ¡y no soy ningún juguete!

—Oh, no... Lizzie, deberías contárselo a papá —Alice había dejado el libro de nuevo sobre la mesa, preocupada por el evidente interés que el "pretendiente" de su hermana mostraba últimamente—. Seguro que podría tomar medidas, protegerte... No quiero que te pase nada.

—Eso he hecho, y espero no tener que volver a verle nunca más. Alice... Me voy a la cama. No te acuestes muy tarde y recuerda apagar la lámpara.

Alice observó como su hermana desaparecía en la oscuridad del pasillo tras depositar un beso de buenas noches en su frente.
Y entonces, de nuevo se encontraba sola con sus dibujos y sus libros... O al menos eso pensaba, porque le pareció percibir una sombra moviéndose sobre la chimenea, muy cerca de la lámpara de aceite; ahí estaba Dinah, su preciosa gata negra. Con ella a su lado, jamás se sentía sola.

American McGee's AliceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora