«Son tantos los que hacen un castillo de un grano de arena como los que les injurian.»
Alice giraba sobre sí misma en el aire sin poder evitarlo, pero no veía nada a lo que agarrarse. Todo estaba sumido en la completa oscuridad, y lo único que alcanzaba a ver eran unas paredes rugosas, de roca mohosa a su alrededor; aunque, de vez en cuando, podía tocar pequeños objetos que flotaban en el aire: juguetes rotos, zapatos perdidos, lazos desgastados... «Recuerdos perdidos», pensó. «Recuerdos perdidos que seguirán así durante toda la eternidad... Como yo. Han sido olvidados por sus dueños; son inútiles, inservibles.»
Entre aquella telaraña de pensamientos y reflexiones, cayó de golpe al suelo. Se levantó, aturdida y confundida hasta que reparó en el lugar en el que se encontraba.—¡La madriguera del Conejo Blanco! —Exclamó para sí—. La recordaba algo más... alegre.
Tres años. Tres años habían pasado desde que Alice estuvo en su mundo de ensueño aquella trágica noche, y todo parecía haber cambiado desde entonces. Lo que antaño eran enormes pasillos con paredes coloridas y baldosas negras y blancas, ahora solo eran pasadizos de roca marrón, mohosa y resbaladiza. Años atrás, todo el suelo había estado repleto de juguetes y diversos cachivaches divertidos, pero en ese momento solo quedaba constancia de ello en su memoria.
—Por fin aterrizas —ronroneó una voz grave desde las sombras—. Has tardado más de lo esperado, aunque espero que el viaje haya sido de tu agrado.
Alice reprimió una sonrisa al reconocer aquella voz y se giró, fingiendo enfado.
—¿Crees que estas son maneras de traer a alguien a este lugar? Apareciendo así sin más delante de mi cama con... con esas pintas.
—No a alguien cualquiera, no. Pero a ti, sí —respondió la sombra desde su escondite con un tono burlesco, saliendo de la oscuridad lentamente mientras se acercaba a Alice.
—Eres algo sarnoso, pero me reconforta verte, Gato —saludó la joven para, luego, acariciar al gato tras una oreja. Este comenzó a ronronear antes de pronunciar una palabra más.
—Y tú estás amargada. Espero que conserves la curiosidad y la capacidad de aprender.
Alice hizo una mueca y al fin preguntó lo que le había estado rondando la mente un buen rato. El País de las Maravillas estaba irreconocible; tanto que ni habría podido reconocer la madriguera si no fuera porque había experimentado la caída multitud de veces. Incluso el gato había cambiado: había pasado de un precioso gato sonriente y peludito, a una especie de espectro demacrado cuyos huesos se marcaban de sobremanera sobre la piel desnuda y grisácea. Casi parecía que él mismo se hubiese quemado en el incendio mientras Alice intentaba escapar.
—El País de las Maravillas está muy raro, ¿cómo puedo saber a dónde voy?
—Saber hacia dónde vas es mejor que perderte — «Siempre señalando lo evidente», pensó Alice—, así que pregunta a los habitantes. El conejo no es tonto, y yo tampoco necesito una veleta para saber en qué dirección sopla el viento.
—Pero... —comenzó a rebatir Alice.
—Hasta luego, Alice —interrumpió el gato mientras se iba desvaneciendo en las sombras, sin dar más explicaciones—. Que la necesidad guíe tu comportamiento. No seas mandona y sigue al conejo.
¿De verdad la había prácticamente arrastrado hasta ese lugar? ¡Y encima tenía el valor de desaparecer dejándola perdida y desorientada!
—¡Estúpido Gato con sus estúpidos acertijos y sus estúpidos enigmas sin solución! ¿Qué conejo? ¡No veo a ninguno por ningún lado!
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American McGee's Alice
Hayran KurguAlice Liddell era una niña solitaria que vivía fantásticas aventuras en su País de las Maravillas para evadirse del mundo real. Un día, un incendio de origen desconocido asoló la casa familiar de los Liddell, siendo la pequeña la única superviviente...