Capitulo I

540 13 1
                                    

EL SEÑOR Sergio Marquina ?–Sí –contestó, molesto. Su asistente había interrumpido una reunión al másalto nivel y quería que aquella desconocida fuera al grano–. ¿De qué se trata?–Raquel Murillo, ¿es su esposa?–Estamos divorciados –contestó, bajando la voz y mirando a su alrededor–.¿Es usted periodista?–Estoy intentando localizar a su familiar más cercano. Lo llamo desde...Y le dio el nombre de uno de los hospitales públicos más desbordados deNueva York.La ira que había despertado la sola mención del nombre de su ex explotó,dejándolo ciego, cayendo por un precipicio, con el viento atronándole losoídos y sin que el aire pudiera entrarle en los pulmones.–¿Qué ha ocurrido? –consiguió decir.Tenía los ojos cerrados, pero ella estaba justo delante de él, riendo, susojos marrones  brillando, el pelo un halo de llamas flotando alrededor de su pie. Tan encantadoramente hermosa pero, de pronto, tan llena de ira.Tan herida y vulnerable aquella última vez que la había visto.Le había dicho que no quería volver a verla, aunque en el fondo esperabaque no fuese así.En la distancia oyó que la mujer seguía hablando.–Se desmayó en la calle. Tenía fiebre y quedó inconsciente. ¿Sabe si estátomando alguna medicación? Está esperando tratamiento, pero...–¿No ha muerto?Sabía que había sonado como si aquel fuera el resultado que preferiría,pero Raquel se las pintaba sola para hacerle creer una cosa, retorcer susemociones a extremos insoportables y luego enviarlo en dirección contraria.–¿Y la han llevado a ese hospital? ¿Por qué?–Creo que es el que estaba más próximo. No llevaba teléfono, y su nombrees el único que he podido encontrar en su bolso. Necesitamos saber qué haceren cuanto al tratamiento y al seguro. ¿Puede usted facilitarnos esainformación?–Pónganse en contacto con su padre –contestó, acercándose a la puerta dela sala para decirle a su asistente–: Busca el número del padre de Raquel Murillo. Trabaja en el mundo editorial. Me parece que su nombre empieza porR. ¿Prieto?No lo conocía. Solo la había oído mencionar su nombre en un par deocasiones. ¡Quince años desde que se casaron, y apenas sabía nada de ella!–¿Victor Murillo? –adivinó su asistente–. Parece ser que falleció haceunos meses –respondió, leyendo en la pantalla del ordenador. En el obituariose decía que había sido precedido por su esposa y su hija mayor, y que soloquedaba viva la menor, Raquel.Perfecto.Sabía que no debería dejarse arrastrar a su órbita, pero ¿qué otra cosa podíahacer?–Estaré ahí cuanto antes.Raquel recordaba haberse sentado en la acera. No se trataba de una de esaspreciosas avenidas recién lavadas por la lluvia, con un trozo de césped biencortado bajo olmos centenarios, frente a una amplia escalera que diera accesoa una puerta de doble hoja.No. Se trataba de una acera gélida e inmunda del centro de la ciudad, en laque la pila de nieve se había transformado ya en un montón de barro sobre lamugre de cien años adornada con chicles y otras porquerías, y ni siquiera elfrío podía disimular el mal olor que salía de la alcantarilla que tenía a lospies. No debería haber tocado el poste al que se había agarrado por evitarsentarse y que un coche le seccionara las piernas, o por lo menos que labañara con el charco de la nieve derretida.Pero no le había importado. Sentía un lado de la cabeza dos veces másgrande que el otro. El oído de ese lado le dolía y había comenzado a pitar tanfuerte que el sonido parecía salir también por su boca.Había tenido que sentarse para no acabar cayéndose. La fiebre era la formanatural del cuerpo para matar un virus, ¿no? Entonces, ¿por qué no habíaacabado con la infección de oído? ¿Y quién se desmayaba por una cosa tantonta?Es que había empezado a ver todo borroso, y se sentía tan mal que no leimportaba estarse calando con la nieve. Su único pensamiento había sido «asíes como me voy a morir». Un final que a su padre le habría gustado: tirada enla calle como un perro una semana antes de Navidad. Incluso Sergio habríallegado a la conclusión de que tenía lo que se merecía. Si es que alguna vezse enteraba, lo cual no era muy probable.Sucumbir había supuesto un tremendo alivio. Luchar era duro,especialmente si se trataba de una batalla perdida. Claudicar era mucho másfácil. ¿Por qué no lo habría hecho antes?Así que, aquello era morir.Ya estaba muerta. Bueno, lo más probable era que aquello no fuera elcielo, y no es que esperase ir allí. Seguramente sería el infierno. Había muchoruido. El cuerpo le dolía y el oído malo lo sentía como lleno de agua. Tenía laboca tan seca que no podía tragar. Intentó formar palabras, pero lo único quesalió de sus labios fue un gemido de tristeza.Un peso se levantó de su brazo, un peso cálido del que no había sidoconsciente hasta que lo perdió y que le dejó una honda sensación de pérdida.Oyó pasos y luego una voz masculina.–Se está despertando.Conocía aquella voz... los ojos le escocieron, y el aire que había estadorespirando tan fácilmente se tornó denso y duro de respirar. El miedo y laculpa le contrajeron el pecho. No se podía mover, pero interiormente seencogió.No cabía ninguna duda: había ido al infierno.Un ruido de pasos más ligero y rápido se acercó. Abrió los ojos y el brillode la luz le hirió. Estaba en una habitación de esas decoradas con un buengusto aséptico, pintada en colores plácidos. Podría ser una de las que su padrehabía ocupado los últimos meses de su vida. La habitación de un hospitalprivado. ¿Por una infección de oído?–Yo...«Yo no puedo permitirme esto», intentó decir.–No intente hablar aún –dijo amablemente la enfermera, dedicándole unasonrisa de dientes muy blancos que relucían junto a su piel marrón oscura. Letomó la muñeca para controlarle el pulso. Su tacto era delicado y cálido.Maternal. A continuación comprobó su temperatura–. Mucho mejor –sentenció.Tenía miedo de volver la cabeza sobre la almohada y encontrarse con él.Iba a doler, y aún no se sentía capaz.–¿Cómo he acabado aquí? –consiguió articular.–¿Agua? –le ofreció la enfermera de un vasito con una pajita en ángulorecto.Tomó dos tragos.–Despacio. Déjeme que avise al doctor de que ya está despierta, y ledaremos otro poco de agua y algo de comer.–¿Cuánto tiempo...?–Ingresó ayer.La enfermera salió tras dedicarle una sonrisa al observador del otro lado dela cama.Volvió a cerrar los ojos. Qué infantil. Puede que su padre tuviera razón yque fuera, simple e irrevocablemente, mala.Un zapato rozó el suelo. Se había acercado más. Le oyó suspirar como sisupiera que lo estaba evitando.–¿Por qué estás aquí? –preguntó.En sus sueños más secretos, aquel reencuentro ocurría en terreno neutral.En un café, o en algún sitio con unas bonitas vistas. Tendría un cheque en lamano que rellenaría con el importe que le habían concedido en el acuerdo dedivorcio, un dinero que él pensaba que le había robado. En su fantasía leexplicaba por qué lo había aceptado y él, si no la perdonaba, al menos dejabade despreciarla.Quizás no fuera para tanto. Al fin y al cabo estaba allí, ¿no?Oyó una cremallera y el sonido le hizo abrir los ojos.–¿Has estado mirando en mis cosas?En su pequeña bolsa roja que había pertenecido a su madre llevaba todo loque tenía de valor: el permiso de conducir, la tarjeta de crédito, la llave de suhabitación, la única foto en la que aparecían su madre, su hermana y ella y elcertificado de matrimonio en el que se decía que Sergio Marquina  era suesposo.–La enfermera buscaba a tu pariente más cercano.Qué bien se le daba a aquel hombre mostrar desdén en la voz. Ella conocíabien el desprecio por la cantidad de veces que lo había experimentado en lavida, y a él le importaba un comino ser la única persona que quedase en elmundo con la que tenía una conexión, ya que su breve relación le asqueaba.–Es el único documento identificativo que tengo.–¿Y la partida de nacimiento? –sugirió.Quemado años atrás después de una discusión con su padre. Qué idiotez.Quiso cubrirse los ojos con el brazo, pero las extremidades le pesaban unaenormidad y al intentar moverlo se dio cuenta de que tenía una vía saliendode él.Se miró el brazo, luego el techo y luego a él.Dios, qué dolor. Aún era más perfecto. Sus facciones se habían marcadomás y desprendían mayor cantidad de arrogancia y poder. Estaba reciénafeitado, y no con aquella barba de unos días que le hacía parecer humano yque era como ella lo recordaba cada vez que se atrevía a evocar su pasado: elpelo revuelto, el pecho desnudo y caliente cuando se apoyaba en ella y lahundía en la cama.Vestía un traje de tres piezas en gris marengo con corbata del mismo colory apretaba los labios firmemente, mirándola como quien contemplase la ropadel tambor de la lavadora antes de haber pasado por el aclarado. Así deatractiva se sentía, mientras que él... él era Sergio.–¿Hay alguien a quien deba llamar?Sus ojos eran dos dólares de plata. Cuando se conocieron, pensó que susojos Marrones a través de esas gafas de pasta resultaban increíblemente cálidos y penetrantes. El modo en quela había mirado era más que halagador. Llenaba un vacío en su interior.Pero en aquel momento resultaban tan fríos y desprovistos de emocióncomo los ojos  de su padre. No era nada para Sergio. Absolutamentenada.–Ya has hecho bastante –contestó, convencida de que él era la razón deque estuviera en aquella habitación de cinco estrellas. Miró por la ventana.Nevaba. La vista era como una manta blanca sobre un jardín de serenidad.–De nada –replicó.¿Se suponía que debía darle las gracias por salvarle la vida empobreciendoal mismo tiempo lo que quedaba de ella?–Yo no te he pedido que te involucraras.Aunque en realidad sí que lo había hecho al ir por ahí llevando sucertificado de matrimonio en lugar de los papeles del divorcio, que por cierto,no sabía dónde andaban.–Vaya, así que yo tengo la culpa de esto –dijo sin disimular su ira–. Yo hevenido pensando que... pero bueno, no importa. He cometido un error. Tú,Raquel, eres el único error de mi vida, ¿lo sabías?

Reconciliación TemporalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora