Capitulo 2

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Hola Espero les Guste esta fic.... 

SERGIO la oyó contener la respiración ante semejante golpe. Lo cierto eraque no se sentía particularmente mal por acosarla estando ingresada. Le habíadicho la verdad, y ella no parecía apreciar su ayuda cuando podíaperfectamente haber colgado el teléfono al oír su nombre.Y debería haberlo hecho. Raquel Murillo  era la viva imagen de unamimada princesa de Nueva York, egoísta, manipuladora y decidida aaprovecharse de cualquiera.En aquel momento no lo parecía, desde luego. ¿Qué narices habría estadohaciendo para acabar en una sala de urgencias desbordada y mal atendida,incapaz de pronunciar palabra?–Date por contenta con que haya hecho que te trasladen. ¿Sabes dónde tellevaron cuando recogieron tu cuerpo congelado de la acera? ¿Y qué hacíasen esa parte de la ciudad, por cierto?–Si te lo dijera, no me creerías –respondió, mirándolo a los ojos ydebatiéndose sobre si decírselo o no.Al final decidió no hacerlo, y la luz se apagó en sus ojos marrones.Drogas, se había imaginado él cuando le dijeron dónde la habíanencontrado y al ver en qué estado se encontraba. Parecía la única explicaciónposible, pero en los análisis de sangre no había salido nada, y tampoco teníamarcas ni presentaba síndrome de abstinencia.Lo que sí tenía era una fiebre altísima a causa de una infección de oído queafortunadamente respondió bien al antibiótico intravenoso.Se lo habían administrado al ser trasladada a aquel hospital privado, cienveces mejor equipado. Había intentado recordar la fecha de su nacimiento yhabía buscado detalles sobre ella en Internet, pero parecía no existir enningún registro. Solo en carne y hueso, de modo que había tenido que dar lasuya y comprometerse a sufragar los gastos del tratamiento. Habíaencontrado un puñado de publicaciones antiguas en las que se la veía en fotoscon otras famosas en los clubes que frecuentaba más o menos en la fecha enque se casaron, pero aparte del obituario de su padre, no había nada recientesobre ella online.Los medicamentos que le habían administrado la habían dejado dormidadurante veinticuatro horas, pero a juzgar por los círculos oscuros querodeaban sus ojos y a la coloración oliva de su piel, lo necesitaba. Lasmejillas hundidas debían responder al deseo de estar esquelética para seguirlos dictados de la moda, pero llevaba las uñas descuidadas y tenía el peloapagado y sin arreglar.Sintió lástima por ella. Lástima e ira. Sabía que cometía un error casándosecon ella. ¿Por qué lo había hecho?En aquel momento llegaron el médico y la enfermera.–Está agotada –le dijo tras explicar que tenía que acabar de tomar por víaoral el antibiótico además de hierro, ya que estaba anémica–. Le voy a dar labaja durante unas semanas, unos complejos vitamínicos y comida decente.Tiene que recuperar las fuerzas.«¿Baja de qué?», se preguntó Sergio. No había tenido un trabajo de verdaden su vida.–Gracias –contestó Raquel con una sonrisa forzada, y dobló la receta porla mitad antes de tendérsela a Sergio.Él le acercó la vieja bolsa de seda que era todo lo que llevaba consigocuando se desmayó. Veinte o treinta años antes habría sido de buena calidad,pero estaba desgastada y fea.–¿Puedo irme? –preguntó.–Uy, no, por Dios. Tenemos que ponerle otra dosis de antibiótico y hierro.Ya hablaremos del alta mañana, pero yo creo que hasta últimos de semana...–Yo no puedo permitirme pagar todo esto –lo interrumpió–. Por favor,quítenme esto –rogó, levantando el brazo.–Señora Marquina...–Murillo –dijo al mismo tiempo que Sergio–. Estamos divorciados.El médico los miró perplejo.–Mi exmarido no va a pagar el tratamiento. Lo haré yo.Sergio enarcó las cejas por la sorpresa, que fue mucho menor que la quesuscitaron sus siguientes palabras.–Y no puedo pagarlo, de modo que por favor, déjenme salir de aquí delmodo más rápido y barato posible.–No está usted bien –dijo el médico con firmeza–. No lo está –añadiómirando a Sergio.–Pagaré yo –dijo él, mordiendo las palabras, en un tono tan despectivo queRaquel se encogió–. Ya me lo devolverás.–Yo me ocupo de mis gastos –respondió, también con desdén–. Pero aquíse acaban las facturas. Tráiganme lo que tenga que firmar y quítenme estaaguja del brazo. ¿Dónde está mi ropa?–La tiré –contestó Sergio.–¿Qué? ¿Pero quién te crees...? ¡genial! Voy a necesitar un pijama –dijo,mirando a la enfermera–. Y qué narices... también una comida caliente, yaque voy a gastar como un marinero borracho.–Al más puro estilo Raquel Murillo –la corrigió Sergio en voz baja.–No quiero entretenerte más –replicó ella.Tuvo el valor de hacerle al médico un gesto con la cabeza para que salieraa hablar con él al pasillo.–¡Ni se te ocurra hablar por mí! –le prohibió cuando ya salían–. ¿Ves loque acaba de ocurrir?–Déjeme que le ponga esta dosis de medicación antes de quitarle la aguja.Voy a traerle un plato de sopa.Raquel se quedó dormida en el tiempo que le costó a la enfermera volver,pero se sintió un poco mejor después de tomarse la sopa y beber un vaso dezumo vegetal. Parte de la debilidad que la había acosado en la calle erahambre. Al parecer, el cuerpo necesitaba comer cada día, y distraer unascuantas guindas del bar mientras fregabas el suelo no contaba.#CosasQueNoTeEnseñanEnElColegio.La enfermera le quitó la aguja y le dio unas pastillas antes de ayudarla aducharse y a vestirse con un pantalón de pijama y una camiseta decorada conunos pájaros amarillos.Después de tanta actividad, incluso peinarse le era demasiado, de modoque se recogió el pelo con una goma que le pidió a la enfermera y se dejócaer en una silla temblando por el esfuerzo para ponerse unas finas zapatillasque iban a costarle cien dólares.Firmó el alta voluntaria y agradeció que Sergio no le hubiera tirado lasbotas. De camino a la salida, tomó una manta de un carro, pero aun así iba aser un camino largo hasta su casa. No tardaría en oscurecer y seguía nevando,ya casi a oscuras aun siendo las tres de la tarde. Su tarjeta de créditocombustionaría si intentaba siquiera sacar un billete de metro, así que notenía elección.–Adiós –se despidió al pasar por el control de enfermería–. Añadan esto ala cuenta –dijo, mostrando la manta–. Gracias.–Señora Murillo –protestó la enfermera–, de verdad que debería descansar.–Lo haré en cuanto llegue a casa –mintió. Tenía que pasar por el bar demoteros en el que le daban trabajo después de haberse saltado el turno de lanoche anterior con aquella inesperada visita a la zona buena de la ciudad.Dejó atrás el calor abrasador del espacio que separaba los dos pares depuerta automáticas y el invierno le golpeó en la cara, arrancándole el noventapor ciento de la energía que le quedaba. El frío penetró en ella antes de quehubiera dado diez pasos, pero siguió adelante por el acceso circular que dabaa la verja y que protegía aquel lugar como el paraíso que era.Llegar siquiera a la carretera ya era un largo camino y se detuvo, quitó lanieve de un banco dedicado a un benefactor del hospital y se sentó pararecuperar las fuerzas. Era tan patética que los ojos se le llenaron de lágrimas.Menos mal que el oído no le dolía como antes.Pero el pánico comenzó a abrirse paso mientras el aire que exhalaba seconvertía en humo delante de su cara. Temblaba y le castañeteaban losdientes. ¿Cómo iba a seguir?Pues día a día, se dijo, cerrando los ojos. Un paso detrás de otro.Antes de que pudiera levantarse, un coche negro se detuvo en la curvadelante de ella. El chófer se bajó y abrió la puerta de atrás. Ya sabía quién ibaa bajarse e intentó fingir que estaba aburrida en lugar de destrozada.Ni siquiera su padre la aplastaba con tanta eficacia como lo lograba unamirada de aquel hombre. Llevaba un sombrero de fieltro y un fantásticoabrigo de lana hecho a medida.–Pareces un gánster –le dijo, examinando sus perfectos pantalones y suszapatos italianos–. No tengo tu dinero, así que vas a tener que partirme laspiernas.–¿Te sirven para subir al coche, o también voy a tener que hacerlo por ti?El aire era tan frío que respirar le hacía daño en los pulmones.–¿Y a ti qué te importa?–No me importa –replicó, brutal.Raquel volvió la mirada al hospital. Como siempre, había llegadodemasiado lejos y tenía que lidiar con el resultado.–Le dije al médico que te llevaría a tu casa si insistías en marcharte y queme aseguraría de que algún vecino pasara a verte.¿El traficante de drogas que vivía enfrente? Genial.Apretó la bolsa contra el pecho dentro de la manta que sujetaba con las dosmanos y bajó la mirada para contemplar los copos de nieve que le caían enlas rodillas para que él no pudiera ver hasta qué punto estaba al borde de laslágrimas.–Puedo ir sola a mi casa.Sergio, que era un hombre de acción, no dijo una palabra. Tanta prisa sedio en tomarla en brazos, meterla en el coche y subir él que Raquel apenastuvo tiempo de saber lo que pasaba.Dios, qué maravillosamente bien se estaba allí dentro, tanto que tuvo quecontener un gemido de placer.–A ver –dijo él, mientras cerraba la puerta y tiraba de los puños de lacamisa–. ¿Dónde está tu casa exactamente?–¿No te lo han dicho en el hospital? Parecían tan encantados contándotelotodo sobre mí... ¿Cuál es mi grupo sanguíneo, por cierto? Nunca lo hesabido.Él se limitó a inclinar levemente la cabeza en dirección al chófer. Así queiban a hacerlo, ¿eh? Pues bien. Que disfrutara de tenerla en un puño. A lomejor si se daba cuenta de que el castigo que estaba sufriendo era duro,dejaría de mostrarse tan altivo y resentido.Le dio la dirección.El chófer miró por el retrovisor frunciendo el ceño, igual que Sergio.–¿En serio?Ella se encogió de hombros.–Querías saber qué hacía en ese barrio, ¿no? Pues vivo allí.–¿Qué estás haciendo, Raquel? –preguntó, cansado–. ¿A qué juegas?Porque no voy a permitir que vuelvas a liármela.–Entonces, ¿no me llevas a casa?Puso la mano en el tirador de la puerta.Él suspiró.–Si te llevo hasta allí, ¿qué va a pasar? ¿Te irás a la cama de algún chulopara fastidiar a tu padre? ¿Te zurra bien? Es lo que siempre has necesitado.–No es necesario. Tú lo estás haciendo de maravilla.–Dime dónde vives de verdad –insistió entre dientes.–Acabo de decírtelo. Voy a meterme en mi cama y, con un poco de suerte,no me volveré a despertar.No estaba hablando por hablar. Su vida era una cloaca. A duras penaslograba sobrevivir.Apoyó la cabeza en el respaldo y debió quedarse dormida porque de prontole oyó decir:–Ya hemos llegado.–Bien. Gracias –contestó, mirando para ver si venían coches antes de abrirla puerta.–Así que piensas seguir con esto –murmuró Sergio.Bajó del coche y con una mano le indicó que bajase también. Tuvo queayudarla. Ella se aferró a su mano, temblando, deseando apoyarse en supecho y rogarle «no me dejes aquí». El miedo era constante, pero intentabano mostrarlo. Era un barrio distinto, pero la aprensión era la misma que habíasentido durante la infancia. Cualquier signo de debilidad la convertiría deinmediato en presa.Pero nunca había estado tan débil como en aquel momento, y hubo dehacer un esfuerzo sobrehumano para cercenar aquella mínima conexión conél, y no solo físicamente. Se sentía tan sola, tan a la deriva...Temblando, sacó la llave del bolso y caminó hasta la puerta del edificio.No estaba cerrada. Nunca lo estaba. La entrada olía a sopa de col agria,bastante menos desagradable que otros días.Maldiciendo, Sergio entró detrás de ella y la sujetó por un brazo. Supresencia, aunque amenazadora, también le resultó protectora.–Eh –dijo una de sus vecinas que bajaba por la escalera. Iba a trabajar lacalle con unas botas altas de tacón de aguja, minifalda y un sujetador debajode una chaqueta de piel sintética–. Ojo con lo que haces en la habitación.–Solo me está acompañando a casa.–Que no te pille, o te echará.Raquel no miró a Sergio, pero su silencio era como un martilleo mientrasmetía la llave en la cerradura y entraban en su «hogar».Era la habitación en la que dormía cuando no estaba trabajando, peroresultaba tan deprimente que prefería trabajar. Estaba tan limpia como le eraposible, dado que el cepillo comunitario era más peligroso para la salud queel suelo sucio. No tenía muchos efectos personales, ya que había vendidotodo lo que pudiera proporcionarle unos dólares.Había una cacerola en la única silla. Solía tener un paquete de arroz y unacaja de pasta, pero como una tonta se lo había dejado durante varios días enla cocina compartida. Había tenido suerte de no haber perdido también lacacerola. Cobraría al día siguiente, y esa era la razón por la que no habíacomido cuando se desmayó.Se sentó en el borde de la cama, de muelles sonoros y fino colchón, ycambió la manta húmeda por una seca que tenía.–¿Puedes irte para que no piensen que me lo estoy haciendo contigo aquí?No puedo permitir que me echen.–Aquí es donde vives –dijo. Había una cesta maltrecha en la que se veíachampú, un cepillo de dientes y un peine para sus viajes al baño, tambiéncompartido. Una toalla en una percha detrás de la puerta. Un despertador. Uncalendario de propaganda en el que anotaba sus horas–. En la calle estaríasmejor.–He intentado dormir en la calle, pero resulta que llaman a tu ex y sepresenta para hacerte sentir todavía peor.Alguien aporreó la puerta.–¡Ni drogas, ni líos! ¡Fuera!–¿Quieres irte? –le rogó.Sergio abrió la puerta y miró al casero frunciendo el ceño.–No se iba a quedar... –intentó decir, pero claro, estaba en la cama...–Nos marchamos –dijo Sergio, y chasqueó los dedos hacia ella.–Vete, por favor...–Me llevo esto.Raquel se volvió y vio que tenía su bolso rojo.–¡No, por favor! Ahora mismo no puedo enfrentarme a ti y lo sabes.Estaba destrozada, a punto de derrumbarse y llorar hasta que se le secaranlos ojos.–Entonces, haberte quedado en el hospital. Te voy a llevar de vuelta allí.Raquel le dio la espalda.–Llévatelo. Ya no me importa.Y era verdad. Solo quería cerrar los ojos y olvidar que existía.Con una ristra de maldiciones, apartó de un tirón la manta con que secubría y la levantó de la cama para transportarla en brazos. Tan tenso estabaque la piel parecía arder en contacto con sus músculos, pero estaba siendodelicado a pesar de la furia, a pesar de pasar prácticamente por encima delcasero para poder bajar por las escaleras.–¡Sergio, para! Voy a perder todas mis cosas.–¿Qué cosas? ¿Se puede saber qué demonios está pasando, Raquel?

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