XI. Fuego de infierno

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Desde que Rhadamanthys le dio paso franco a su habitación en Caína, las apariciones de Kanon habían incrementado. Siempre era igual: a una serie de rasguños en el cristal de la ventana de estilo victoriano le seguía el rechinar de aquel metal permitiéndole el acceso al intruso. El juez comenzó a dejar aquella entrada intencionalmente emparejada para que su amante hiciera uso del privilegio concedido.

Generalmente llegaba sin aviso, y había aprendido a calcular la hora en que el inglés ya se había metido en la cama. Las primeras veces el gemelo había descubierto que el rubio usaba pijama completa, pero por mero pragmatismo, había dejado de hacerlo para dormir únicamente en bóxers.

Durante interminables e incontables noches habían retozado bajo las colchas de la cama del Wyvern, en su baño, en su escritorio, en la sala, en la cocina, en el jacuzzi, e incluso hasta en el jardín. El griego comenzaba a memorizar las zonas más erógenas del espectro, procurándole el mayor placer en menor tiempo, pues solía desaparecer por donde había entrado y jamás había amanecido junto al inglés.

En aquellas sesiones lúdicas, uno y otro solían estimularse manual y oralmente, pero, aunque el peliazul había intentado varias veces el motivar al británico al coito, no lo había conseguido. Lo más lejos que había llegado era que Rhadamanthys acariciara su punzante entrada con su glande, pero jamás lo había tomado.

Kanon era incapaz de percibir que había entrado en un tornado de deseo trepidante y de sensaciones nuevas que lo embriagaban. Se preguntaba a menudo si no era prudente parar todo y aceptar que había asumido que podía engatusar al juez y que había terminado siendo burlado. El problema era que, en medio de todo aquello, sabía que no podía parar: le gustaba y no podía ya prescindir del trato lascivo y hasta deshumanizado que el inglés le procuraba.

Los sábados que antes eran la esperanza de los prisioneros del bar habían comenzado a volverse rutinarios: Gato Negro bailaba, sí, y claro que continuaba siendo el objeto de deseo de los espectros de bajo rango que allí se congregaban, pero poco a poco se habían comenzado a desanimar al ver que el stripper podía pasar horas enteras besándose y manoseándose en una mesa con el temible Rhadamanthys de Wyvern. Entonces ya no existía motivación para ver el show como antes, pues hicieran lo que hicieran, el hombre del casco negro no miraba a nadie ni a nada más que al juez.

Como era de suponerse, al sentirse ignorados, comenzaron a agredir nuevamente y de forma gradual a los cautivos. Ya ni siquiera les llegaban las canastas de comida que el Wyvern enviaba a su amante: Kanon se había enganchado y empezaba a obsesionarse con aquél que solo disfrutaba el masturbarlo pero que no le ofrecía garantía alguna de corresponder sus incomprensibles sentimientos.

Por su parte, Rhadamanthys era constantemente cuestionado por sus colegas Minos y Aiakos, quienes lo instaban a arrebatarle el casco y obligarlo a revelar su identidad para terminar con aquel juego que se tornaba monótono y que no los conducía a ninguna parte. Pero tampoco es que el uniceja tuviera intenciones de privarse de todo el placer que le ofrecía el Gato Negro. Es lo que había, ya que lo que realmente añoraba no estaba a su alcance, y ya sumaban tres meses sin tener noticia alguna de Kanon de Géminis -aunque en su interior sospechaba del stripper- pero se dio cuenta de que realmente no conocía al marina y por ello no lograba tener una evidencia contundente para descartar o para afirmar que el hombre bajo el casco era aquel por el que no paraba de pensar.

Imbuidos en este huracán de lujuria y sospechas, el mundo de Gato Negro se derrumbó una noche. El juez había tenido un explosivo orgasmo después de tener al stripper boca abajo, con el culo elevado, usando el espacio entre sus nalgas para simular el coito con su verga, y como habían bebido bastante, se relajó tras el éxtasis y cayó dormido junto al gemelo, quien aprovechó el estado transitorio entre la vigilia y el sueño del británico y le propuso que lo penetrara. Arrastrando la lengua, en evidente estado de ebriedad, el rubio se negó -Lo- lo siento... pe-pero tú no eres él...

Esa noche, el marina salió como siempre de Caína y se prometió a sí mismo no volver nunca mientras un nudo se agolpaba en su garganta. En la inmensidad de la noche, de las ruinas de un edificio viejo por donde cruzó para llegar al bar, una voz conocida lo llamó. -¡¿Ikki, Ikki de Fénix?!

¿Qué sucederá ahora que el desaparecido santo de bronce ha regresado, y qué papel jugará en la vida de Kanon?

La audacia del gatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora