I. Los confines del mundo

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A los días posteriores a la Guerra Santa los había caracterizado el ambiente enrarecido que cubría cada uno de los recovecos del planeta. Hades se había impuesto tras batirse en combate contra Athena y sus leales santos de bronce, que habrían perecido tras enfrentarse a tres deidades. De todos, el único santo cuyo paradero se desconocía y mantenía intrigado a más de uno en el séquito del señor de los muertos era el de Ikki de Fénix.

Pero lo -aún más- extraño era que los santos caídos habían sido enviados a la tierra, que ahora pertenecía a Hades y sus huestes. Probablemente era solo una macabra burla a los vencidos, ya que el planeta habría sido arrasado tras el eclipse anunciado por el dios de cabellera ónix y la vida de la Tierra había tenido un triste desenlace. Solo hubo resistencia de Julián Solo, pero terminó entregando su rendición incondicional a cambio de mantener con vida a Sorrento, su bien querido brazo derecho.

En este desolador escenario, los ex santos de Athena habían sido transportados con su cuerpo al planeta muerto para trabajar en él. Cada minuto de permanencia allí, les provocaba un malestar generalizado al recordarles sin cesar el fracaso por el que habían condenado a los seres humanos a perecer. Hades decidió conservar a todos los caballeros de Athena y también a ellos se añadió a los marinas de Poseidón. Los planes que había para ellos eran aterradores, por eso aún no se les revelaba nada.

Sin embargo, faltaban ciertos santos dorados y plateados. Eran aquellos que habían tratado de burlar al señor del inframundo, los renegados. Ellos no tenían cabida en este infierno ni entre los mismos muertos, su destino era un enigma y pronto lo notaron los guerreros atenienses. Y faltaba alguien más, alguien que no era bien visto por los dorados ni por los marinas: Kanon de Géminis y de Dragón Marino.

Sorprendentemente por un acto meramente piadoso en la guerra, antes de hacer estallar a su más grande rival, Rhadamanthys de Wyvern, el santo dorado decidió abrir un portal y arrojarse junto al juez. Ni siquiera él sabía lo que lo había impulsado a semejante acto, y lo siguiente que supo es que cuando recobró el sentido, lo habían abandonado en la tierra. Estaba vivo, y sabía que Rhadamanthys había pagado su deuda con él. Pero ahora estaba vivo, solo y en un entorno extraño donde pronto comprendió qué ocurría gracias a la indiscreción de los espectros de bajo rango, quienes al estar gustosos de humillar al gemelo, habían informado de todo.

No tardó mucho en alcanzar a los otros dorados y a los marinas, quienes le hubieran roto la cara de no ser porque nadie podía usar su cosmos al estar muertos y por el sello que les impuso la deidad del inframundo. Kanon pronto se dio cuenta de que él, estando vivo, sí podía usar sus poderes, pero no sabía si era prudente hacerse notar porque los espectros parecían no detectarlo. Lo mejor era mantener un perfil bajo hasta investigar dónde estaban Athena, los caballeros de bronce y los renegados: nada deseaba más que reunirse con Saga.

Aunque los otros dorados no vieron con mucha simpatía que el Géminis se les uniera en la fila de prisioneros, hubo dos que no pudieron ocultar su agrado: Dohko de Libra y Milo de Escorpio. Por ello, el peliazul se posicionó entre ellos para aguardar el momento adecuado de confesarles que estaba vivo y que tendrían que investigar las ventajas de ello.

Los espectros los obligaron a marchar durante un par de horas más, hasta que se detuvieron en los restos de una ciudad, justo en algún tipo de barrio pobre. No era posible determinar qué ciudad había sido esa cuando los humanos la habitaban, pero podía tratarse de Nueva York, o tal vez de Rusia, quién sabe. Les dijeron que podían tomar aquellos maltrechos departamentos, así que Kanon se integró en tercia con Dohko y Milo.

Aquella lastimosa columna de prisioneros de guerra se dirigía a las viviendas, cuando la presencia de un espectro de alto rango hizo a sus subordinados ponerse nerviosos; al mirar de quién se trataba, los ojos verdes del gemelo se abrieron como platos y esto no pasó desapercibido por sus futuros compañeros de piso. El Wyvern caminó con esa imponente figura oscura que lo caracterizaba mientras recorría con la mirada las filas de guerreros vencidos: sabía que buscaba a uno en especial, y sabía que allí estaría.

Y así fue. Unos minutos después, sus ojos ámbar chocaron con los de su rival, e inmediatamente, tras rugir varias órdenes a diestra y siniestra, con paso firme se dirigió a él.

-Kanon de Géminis, tú y yo tenemos cuentas pendientes...- gruñó mientras sus dedos se hundían en el antebrazo del griego. -Ven acá, maldito- y con un poderoso jalón lo apartó de los otros dorados, llevándolo a un pequeño callejón que estaba a unos pasos.

Milo, temeroso por el gemelo, decidió colarse a aquella escena a la que no estaba invitado, pero estaba dispuesto a proteger con lo que estuviera a su alcance a su compañero de armas.

¿Qué intenciones esconderá Rhadamanthys? 

La audacia del gatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora