7. Primera Sesión

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Atravesar las puertas del Edificio de Intercambio de nuevo se me hacía irreal, sin contar que ahora lo hacía como una nueva proveedora. Esta vez no me distraje con el sofisticado diseño del espacioso vestíbulo y pasé directo a la sala de asistencias, justo como el documento que el administrador me entregó indicó que hiciera el día anterior. Lo había leído en la madrugada encerrada en el baño, tomando nota de todo lo que pude en uno de mis cuadernos de la escuela. 

De verdad había llegado el momento. Cada paso hacia mi nuevo y deshonroso empleo era surrealista. Mi cabeza estaba embotada.

La sala de asistencias era una sala de espera. Amplia, de un blanco clínico, alfombrada. Enormes cuadros de distintos estilos estaban enmarcados en las paredes ante la ausencia de ventanas, lo único con color además de los sofás borgoña alineados a lo largo de la sala.

Había seis personas más, algunas sentadas, otras paseando por el lugar, concentradas en sus teléfonos. Apenas atravesé el umbral, un pitido resonó encima de mí. Uno de los proveedores volteó hacia mí, una mujer rubia vestida con cuero de pies a cabeza. Alzó una ceja en mi dirección, sus ojos delineados como los de un gato yéndose directo a mi pierna izquierda. Sólo bastó que ella lo hiciera para que los demás le siguieran, alzando la vista de sus teléfonos para observarme como si fuese la cosa más interesante de la habitación.

No necesitaba escuchar sus pensamientos para saber lo que se preguntaban: ¿cómo había logrado convertirme en proveedora?

No los culpaba, yo también me lo preguntaba. Me senté en uno de los sofás más alejados porque no quería tener que entablar una conversación aun cuando mal no me caería con los nervios que me acogían. Contemplar los cuadros me ayudó, sin embargo, al igual que concentrarme en el enorme reloj negro sobre la puerta de entrada, que además de la hora llevaba un registro de quien entraba y salía. De ahí había venido el pitido cuando pasé.

El lugar era tan elegante que bien podría estar en el consultorio de un renombrado médico, a decir también por cómo poco a poco la sala se llenó de más y más proveedores, pero la comparación llegaba hasta ahí. Lo único que todos los proveedores en el recinto tenían en común eran sus impactantes físicos: vestían desde sofisticados trajes coloridos a extraños disfraces. Algunos iban casi al desnudo. Brenda y el contrato que había firmado el día anterior me lo habían advertido y no me molestaba en absoluto.

El punto era que no me imaginaba acostumbrándome a este trabajo. Cada vez estaba más convencida de que esta era una mala idea. El que los minutos y las horas pasaran sin que mi nombre apareciera en el registrador del reloj sólo reconfirmaba que no estaba hecha para ello.

Cientos de escenarios y miedos recorrieron mi mente, todos alimentándose cucharadita a cucharadita de cada una de las veces que el nombre de otro proveedor en vez del mío era anunciado en el registrador y de la sala que se fue vaciando hasta que sólo quedé yo y un par más.

Para ese punto, ya me encontraba con la cabeza recostada contra uno de los posabrazos del sofá. Jugueteaba sin ánimos con uno de los bucles que Brenda había hecho en mi cabello. El vestido blanco que me había prestado era cómodo y modesto, y después de tantos proveedores que habían paseado por la sala, me hacía ver tan simplona como en realidad me sentía. La risa que se me salió fue tan fuera de lugar como aliviada al mismo tiempo.

Ningún espectro me querría. Causaba tanto placer como una lija arrastrándose por la cara. Tener la razón era gracioso, pero en el fondo, no importaba cómo lo abordase, dolía. Un pensamiento furtivo se estampó contra mi mente, intrusivo como el pitar de un mosquito cerca de un oído al tratar de dormir.

Tres años atrás sí que te habrían tomado en cuenta, ¿no?

Cerré los ojos hasta que se me arrugaron los párpados. Al abrirlos, los vestigios de la risa habían menguado y había aplastado el pensamiento, lo había vuelto una masa negra rojiza como el zancudo repleto de sangre que es fácil de destripar en su vuelo flojo. Bostecé otra vez. Ya debía ser más allá de la medianoche. Si estuviera en casa, era probable que ya estuviera dormida también. O escuchando a Lorena gritarme. Había salido a beber, Dios sabría con qué dinero.

La ProveedoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora