10. Última Sesión

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La tabla tenía la misma especificación de siempre: luz apagada. Hoy llevaba un vestido negro sin mangas, descubierto en la espalda y amarrado por dos delgados tirantes dorados en la nuca. Era largo, mucho más formal que los que había usado antes, pero también más ligero y fácil de quitar.

Para cerrar con broche de oro, si tanto insistes en que esta sea tu última sesión, había dicho Brenda. Apreté los labios. No iba a necesitar estas sesiones una vez consiguiera otro trabajo.

Pero cuando mi corazón se aceleró al entrar a la habitación a oscuras, no podía mentirme a mí misma y decir que era sólo debido a los nervios.

Me aguanté las ganas de mirar al suelo, de mirar sólo a mi lugar recurrente en la habitación. Esta sería mi última vez aquí.

Me volví trepidante y alcé la cara con seguridad de que el ser que ocupaba aquella habitación no revelaría su presencia a mis ojos. Una parte de mí deseaba que sí lo hiciera, que me sorprendiese al estar sentado en uno de los sofás, bebiendo un té quizá, o que estuviese en una de las esquinas oscuras, observando en su inhumano silencio. No estaba por ningún lado, sin embargo, y el alivio de no verlo se mezcló con el de no tener que enfrentar mis propios anhelos confusos.

Contemplé cada parte de aquel lugar iluminado sólo por la tímida línea de luz proveniente de las ventanas. Un sentimiento sin nombre se expandió por mi pecho cuando toqué los sofás y cojines, al rozar la cabecera de la cama, las lámparas jamás encendidas de las mesitas de noche. Aún no tenía nombre para aquella emoción que embargó mis ojos de absurdas lágrimas y me hizo cerrarlos para evitar que cayeran.

Cuando los abrí, mi único propósito en aquel lugar se hallaba frente a las cortinas entreabiertas. Mi cliente esperaba por mí y no pensaba decepcionarlo en nuestra última sesión, no cuando había hecho de ellas un proceso fácil y me había ayudado sin saber a salvar a mi familia de la indigencia.

Tomé asiento despacio. Ojos clavados en la luz proveniente de afuera, comencé a acariciarme de arriba abajo, dejando ir con gran esfuerzo todo aquello que me atenía, rocas que soltaba una a una en el lago y se hundían en su profundidad, que desaparecían bajo el hielo que se formaba en la superficie.

Mis manos erizaban mi piel allí por donde pasaban, removían energía dormida que se trasladaba a mi bajo vientre.

Y no había nada que pudiera detenerlo o interrumpirlo. El fin sería el mismo, y el fin más delicioso era el que yo ansiaba para otorgar al espectro.

La paciencia fue necesaria a la hora de buscarme debajo de la falda. Los pezones se presionaban contra la tela oscura de mi vestido y la piel de mi espalda y brazos sufría escalofríos que me hacían removerme. Deseaba ser tocada y al mismo tiempo no, aterrada, excitada, desesperada.

Luché contra el deseo de deshacer el nudo frágil que mantenía la parte de arriba de mi vestido en su lugar: el hecho de que con un mínimo jalón pudiese quedar desnuda no hacía sino avivar la lujuria que me derretía e incitaba a actuar sin inhibiciones.

Mis dedos, en cambio, se engancharon en la tela de la falda mientras con mi otra mano me acariciaba en todas las direcciones, rápido y húmedo, placentero como no lo había sido las veces anteriores.

Y como no lo sería en mucho tiempo, pues hoy era la última vez frente a esta línea de luz. Esta ventana. En esta habitación. Con este espectro.

—No —sollocé, al mismo instante que el orgasmo me golpeaba y me hacía caer en el sillón, temblando de pies a cabeza ante el placer inmedible y liberador, uno que no se comparaba a los pocos placeres que había disfrutado.

Y entonces el placer se transformó en terror. Había hablado.

Me senté de tiro. Mi mano que antes agarraba la falda ahora estaba acunada en otra mano, la mano de mi cliente. Lo supe porque la sentía y porque la estaba viendo. Por primera vez, la estaba viendo.

¿Por qué la estaba viendo? ¡No debía!, me recordé al tiempo que detallaba los nudillos pálidos, el vello rubio en los dedos largos y anchos. No debía notar la manera en que engullía mi mano y la hacía ver diminuta en comparación, no debía maravillarme en cómo su piel contrastaba con la mía, más morena.

Se me había secado la boca. El susto en mi corazón se había vuelto permanente, real como aquella mano era real en la mía, como que me tomaba para tomar lo que me hacía suspirar.

Me ardían la cara, las orejas, el cuello. Quería retirar mi mano, avergonzada y tonta, pero la curiosidad que poco a poco arruinaba aquella sesión era más fuerte.

Alcé los ojos.

En la negrura de la habitación, interrumpida sólo por aquella mínima poca luz proveniente de la ventana, no había nada que pudiese distinguir a detalle.

Pero sí podía distinguir siluetas. De un cuerpo arrodillado había una, no muy lejos de mí.

Sus ojos eran rojos y brillantes, con vida particular, tal parecía, pues algo en aquellos irises como demoníacos se movían con la intensidad y ardor de la lava, iluminando levemente las pestañas largas que los ocultaban. Medio cerrados, como si cargaran con una gran pesadumbre, me devolvían la mirada sin malicia alguna, cálidos de la misma forma que su mano lo era en la mía, dulces en una oposición casi extraordinaria a lo inquietante que resultaban en su naturaleza.

Fascinada y con la cara todavía caliente al saberme recibidora de aquella impactante mirada, casi aletargada por ella, me sobresalté con el sonido que yo misma hice al inhalar con fuerza. No había estado respirando. Me había olvidado de mi cuerpo y de todo. Ni siquiera había parpadeado y mis ojos lagrimeaban. Fuese por la conmoción o por mantenerlos abiertos, no lo sabía. No me importaba.

Mi cliente cerró los ojos. Cuando los abrió, aquel escarlata incandescente había desaparecido, dejando los ojos humanos al cubierto en las sombras como el resto de él.

Y entonces habló.

—No quería asustarte.

Oh. 

Su voz me tuvo parpadeando tres veces. El timbre era suave y gentil, bajo. Casi un susurro, igual de apesadumbrado que sus ojos, pero dicho con preocupación.

La intensidad del espasmo que tuve que controlar hizo que mi mentón temblara. Allí caí en cuenta de que tenía la boca abierta. Por la sequedad que recubría mi lengua, llevaba un buen rato así.

—No... —cerré la boca y humedecí mis labios. Estaba segura de que él podía escuchar el repiqueteo frenético de mi corazón al igual que yo—. No me has... asustado.

Me mordí la lengua. ¿Por qué lo estaba tuteando?

A él no pareció importarle que lo hiciera.

—Es un alivio —dijo.

No había terminado de decirlo cuando sus dedos empezaron a soltarme. Bajé la cara para ver cómo retiraba su mano de la mía, siendo esta la parte más cercana de su cuerpo a la luz que podía contemplar, pero esta ya se había esfumado.

Fruncí el ceño, confundida.

No estaba arrodillado frente a mí cuando miré de nuevo al frente. Sólo quedaba la misma sensación de soledad y silencio de las sesiones anteriores.

ᴥᴥᴥ

PROVEEDORA: H. MASÍAS

EVALUACIÓN: 10/10

NOTAS EXTRAS: NIL

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