2. Brenda

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—Uy, eso no se ve nada bien. ¿Te pusiste algo?

—No.

—Vamos a comparte un refresco para ponértelo ahí.

—No tengo di-

—¿Y quién dijo que tú lo ibas a pagar? Vente, vamos a la cantina.

Obedecí a Brenda, más porque no quería que me preguntara qué había pasado que porque quería hacerlo.

—¿Cómo te fue en el examen? —me preguntó, pasando un brazo sobre mis hombros. Su perfume floral me reconfortó un poco.

—Mal.

Lo sucedido tan solo una hora antes en casa me dejó tan aturdida que ni siquiera noté cómo y en qué momento llegué a la escuela. En lo único que pude pensar fue en las palabras de Lorena, que se metieron en mis intentos de cálculos y me apretaron el pecho como una prensa. Al final, entregué el examen lleno de ejercicios a medias al profesor, quien sólo me dedicó una mirada de decepción, una vez más confirmando las palabras de Lore.

Brenda me trajo de vuelta a la cantina al poner el refresco contra mi cara. El frío de la lata cerró mis ojos y entumeció mi piel.

—¿Cómo puedes soportar esto todos los días, chama?

—No tengo otra opción —respondí sin pensarlo.

—Parece que ese lavamanos está tornándose cada vez más inteligente para golpearte, eh —bromeó, pero luego su tono se volvió serio—. No sé, Helena. Yo no creo que no tengas otra opción.

No quise decirle que lo que ella opinara no cambiaría en nada el hecho de que yo era una inútil, de que merecía todo esto, lo quisiera o no. Eso, ella no lo entendería.

Le entregué el refresco y tomé mi bolso medio roto de la encimera de la cantina.

—Hele, espérate. ¿A dónde vas?

—A estudiar.

—Helena...

No le presté atención. Me alejé tan rápido como pude antes de que explotara en un mar de palabras y lágrimas. Cada vez era más difícil mantenerlo todo al margen cuando se trataba de Brenda, la única persona —y única amiga en años— a la que parecía no importarle que mis piernas estuvieran levemente desniveladas.

Sentada en mi pupitre de vuelta en el salón, traté en vano de repasar mis apuntes.

Sin embargo, era imposible estudiar sabiendo que los días para quedarnos en la calle estaban contados. Si el dinero apenas y nos alcanzaba para comer, ¿cómo lograríamos pagar lo que debíamos? Ni con una semana de ventas de arepas sin sacar ni un céntimo para otros gastos se podía pagar siquiera un mes de alquiler. Aparte, pedir dinero prestado estaba más que descartado. Con todas las deudas entre conocidos que mamá tenía, más bien me sorprendía cuando la saludaban en la calle.

¿Cómo llegamos a esto? La pregunta siempre surgía en mi cabeza, aun cuando ya conocía la respuesta.

No supe en qué momento el receso terminó y las clases continuaron. Los profesores dieron sus lecciones y, de nuevo, mi cerebro voló sobre ellas como si estuviesen siendo dictadas en latín.

Salí de la escuela con la cabeza gacha, abrazándome a mí misma ante la brisa que prometía un invierno inclemente, y fue allí que escuché la corneta del auto de Brenda.

—¡Amiga! —bajó el vidrio de la puerta y disminuyó la velocidad para igualar mis pasos chuecos por la acera—. Lo siento, no quería incomodarte. Por favor, súbete, te llevaré a tu casa —cuando no le respondí y no me detuve, agregó—: Puedes poner la música que tú quieras.

La ProveedoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora