11. La Escalinata

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Airina me entregó el dinero de la sesión con la misma sonrisa dulce y amable de antes. Guardé el dinero con la mirada ausente, pues toda mi atención estaba en repetir sin cesar mi última sesión con mi cliente.

Mi última sesión.

—Su próxima sesión es el día jueves a las 08:30 pm. ¿Desea que confirme su asistencia a su cliente?

—No, yo... —mis ojos se fueron a la punta de mis zapatos, al suelo de mármol debajo—. Confirmaré luego.

Un sabor salado muy familiar se apostó al fondo de mi garganta. Me di la vuelta antes de que Airina me dijera algo más y cojeé hacia la salida del amplio recinto. Parecía que mi cuerpo había recibido una sobrecarga de energía: no hallaba quietud para mis manos, para el abrir y cerrar que hacían sobre la tira de mi mochila y en parte de la falda de mi vestido. Una urgencia por contemplar aquel lugar por última vez me tuvo mirando a mi alrededor a medida que caminaba.

Cuando cruzara las puertas principales del Edificio de Intercambio no habría motivo alguno para volver. Por eso, la necesidad de grabar todo aquello en mi memoria ya estaba alcanzando el desespero, consciente de que estaba a pasos de despertar de este sueño que al principio creí sería una pesadilla.

No olvidaría las abundantes plantas floreadas rodeando cada columna de impoluto blanco, ni el suelo pulido como un espejo, ni los muebles de tonos de grises y azules, las fuentes pequeñas que producían un sonido similar al de un riachuelo encantado. Aquel sitio, más que lucir como cualquier interior de hotel donde había puesto pie, lucía como un museo a altas horas de la noche, donde las exposiciones estaban a solas en sus recónditos y sus auras parecían mezclarse y crear una atmósfera de tristeza, nostalgia y misterio que en cualquier otro momento del día no eran capaces de percibirse.

O quizás simplemente era yo, aferrándome a este sitio provocador de enigmas y preguntas sin respuestas.

Apuré el paso, dispuesta a luchar contra el inexplicable impulso de detenerme. Segundos después estaba saliendo, el aire frío de la noche rodeándome como una anestesia.

Tonta, muy tonta.

Inhalé y exhalé en busca de calma. Ya estaba hecho. Mejor empezaba a bajar las escaleras desde ya. En mi apuro por salir del edificio, no había pedido a Airina un teléfono para llamar a Brenda. Tendría que irme por mi cuenta esta noche, pues no pensaba darle poder a una mínima excusa para regresar adentro.

¿Y por qué yo, Helena Masías, buscaría una excusa para seguir vendiéndome a un espectro?

Apreté los dientes y no volteé a ver lo que estaba dejando atrás.

Bajé escalón a escalón con el corazón acelerado y las mejillas rojas. La presión en la garganta persistía.

No era tan importante. No tenía que ponerme así por una simple transacción. Ni siquiera había durado un mes. Ni siquiera había hecho la gran cosa en las tres sesiones a las que acudí.

No quería asustarte.

Un gemido escapó de mi boca y me detuve a medio camino de la escalinata. La pierna comenzó a palpitarme.

Se lo habría dicho a cualquiera. Yo podría haber sido cualquiera. Tenía un poco de decencia con sus proveedores, eso era todo. No era la gran cosa.

Seguí bajando las escaleras, esta vez con más velocidad. La acera estaba cada vez más cerca. La calle no estaba muy concurrida, pero con suerte un taxi pasaría y podría regresar a casa.

Y no volver jamás. La respiración se me trancó ante este pensamiento.

No me has asustado.

Es un alivio.

En el último escalón, tropecé.

Solté un jadeo corto y estiré las manos frente a mí. Eso no amortiguó mucho la caída: mis rodillas pegaron con dureza contra la rústica acera, provocándome una quemazón que se me hizo muy familiar. Me quedé tiesa por un par de segundos con los ojos clavados en mis manos abiertas en el suelo.

—¡Diablos! ¿Estás bien?

No lo había terminado de decir cuando ya estaba siendo jalada hacia arriba por mi axila hasta ponerme de pie.

No esperé a que me soltaran para retroceder con torpeza de la mano. Cuando me volteé, un hombre alto y delgado me observaba de vuelta.

¿De dónde había salido? La calle había estado sola, habría notado su presencia de inmediato.

Aunque, pensándolo bien, quizás no. Vestía de negro de pies a cabeza, aparte de que cada prenda tenía su buena cantidad de hebillas, correas y arneses que le daban aires de modelo y rapero callejero al mismo tiempo. Era guapo, con labios rosados y pequeños, pelo corto y blanco y ojos monólidos. Era tan pálido que el contraste entre su ropa oscura y él lo hacía lucir como un fantasma.

Tenía un esbozo de sonrisa, como si estuviese de un excelente humor. Sin embargo, no sé cuál debió ser mi cara, pues apenas nuestros ojos se encontraron, alzó los brazos en señal de paz, su actitud tornándose seria y alerta.

No pude seguir mirándole. Me ardía la cara y ya no podía seguir aguantando las lágrimas en mi garganta. Me apresuré a agarrar mi mochila del suelo.

Las luces de un taxi acercándose por la calle fueron mi ruta de escape perfecta. El auto se detuvo frente a mí cuando saqué el brazo.

Sólo tomó unos segundos, pero fueron suficientes para que las lágrimas comenzaran a caer. El muchacho seguía ahí, de pie tras de mí, quizás observándome con esa insoportable curiosidad típica de alguien que no acostumbraba a ver a una persona chueca.

Abrí la puerta del taxi de golpe.

...O quizás porque me había ayudado a levantarme.

Dios, ¡qué maleducada! Me detuve antes de montarme en el auto y me di la vuelta.

En efecto, el muchacho me observaba, pero no de la manera que había pensado. Su cabeza estaba ladeada, sus manos guardadas en los bolsillos de sus extraños pantalones. Su expresión gritaba curiosidad al devolverme la mirada.

—Gracias, fuiste muy amable —dije entre lágrimas. Me las limpié con un manotón, avergonzada, y me subí al auto.

Le pedí al chofer que arrancara y aunque dije que no vería atrás, mis ojos se fueron de forma inconsciente al espejo retrovisor.

El joven hombre seguía de pie frente al Edificio de Intercambio, mirando el auto en el que me alejaba.                

La ProveedoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora