Versículo 5

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VERSÍCULO 5

—Deberíamos llamar —susurró Sara. Su voz se perdió en la oscuridad de la noche—. Hay cámaras de vigilancia —añadió señalando una que apuntaba a la calle, justo enfrente del chalé.

El Gris caminó en silencio, sin que los tacones de sus botas emitieran el menor sonido, y se detuvo frente a la puerta, bajo el escrutinio del ojo electrónico que tanto preocupaba a Sara.

—Las cámaras no registran la imagen del Gris —explicó Diego rascándose el lunar de la barbilla—. ¡A que mola!

—¿Cuál es el truco? —preguntó ella.

—Ninguno, tía, te lo juro. Una vez le grabé con una cámara digital y solo conseguí un borrón. En otra ocasión estuve decidido a descubrir la causa. Le estuve filmando casi una hora y la cámara me estalló en la cara. ¿Ves está cicatriz? —preguntó señalando su mejilla.

Sara se acercó a su cara. La calle estaba insuficientemente iluminada.

—¿Ese puntito?

—¡Puntito! —se molestó el niño—. Pues se me clavó un cristal y no veas cómo sangraba. Por suerte no se infectó...

—Cerrad el pico —gruñó Álex—. Y entrad de una vez, nos vamos a congelar aquí fuera.

—Casi no hace frío —señaló Sara, extrañada por el comentario—. Es una noche estupenda para...

—¡Que entréis ya! El Gris nos espera.

—Tío, siempre de mal humor —dijo Diego—. Se pueden decir las cosas sin ladrar. Después de todo, somos un equipo. Vamos, Sara, antes de que nos muerda.

Sara y el niño cruzaron la puerta abierta y vieron al Gris andando hacia el chalé. El jardín estaba impecablemente cuidado. Los árboles y las plantas se mezclaban con la armonía que solo puede lograr un profesional de la decoración de exteriores. La parte trasera de un todoterreno asomaba en la rampa que daba al garaje. Había un parque infantil con todos los columpios imaginables, el paraíso de cualquier niño, y un poco más allá, se alzaba una enorme cristalera que cubría una piscina climatizada.

—¡Qué aberración! —exclamó Sara, asqueada.

—¿No te gusta? —se extrañó Diego. El niño lo observaba todo con un gesto de aprobación—. Está todo muy chulo y muy limpio. Da gusto.

—Es injusto que el dinero permita a alguien vivir así mientras hay gente decente pasando dificultades para llegar a fin de mes. ¿Quién vivirá aquí?

—Y, claro, tú eres la persona adecuada para decidir quién es decente y quién no. ¿A que sí? —comentó Álex, que avanzaba detrás de ellos.

Sara no contestó. Era obvio que no había caído bien a Álex. No entendía cuál era su problema, pero desde luego se mostraba muy duro con ella.

El Gris pasó delante de tres dobermanes bastante imponentes que estaban atados a un árbol. Subió una pequeña escalera hasta la entrada. Los demás se apresuraron a alcanzarle.

Los tres perros explotaron en cuanto se aproximaron a ellos. Ladraron, gruñeron, babearon y estiraron la cadena al máximo, tanto que parecían a punto de estrangularse ellos mismos. Mordían el aire con ferocidad, les miraban con los ojos inyectados en sangre.

Sara dio un pequeño salto, sobresaltada, sin entender por qué no habían reaccionado a la presencia del Gris. Diego salió corriendo descontrolado en la dirección opuesta. Álex ni se inmutó, se detuvo detrás de ella y arrojó una mirada fría a los perros.

La Biblia de los CaídosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora