Versículo 12

25.7K 580 64
                                    

VERSÍCULO 12

El Gris se detuvo a medio camino, alzó la cabeza y cerró los ojos, dejó que el sol bañara su rostro. Su finos cabellos plateados colgaban hacia atrás, sobre su gabardina negra, oscilaban acompasados con el balanceo del resto del cuerpo.

—No nos sobra el tiempo —le reprendió Miriam.

—No puedo hacer esto casi nunca —repuso el Gris—. No pasará nada por unos segundos.

Fueron minutos en realidad, pero Miriam aguardó en silencio. Al final, el Gris bajó la cabeza y siguieron caminando.

—¿Te hace sentir mejor? —preguntó Miriam con el tono de quien no sabe qué decir para rellenar un silencio incómodo.

—No —contestó el Gris—. Pero no quiero olvidar qué se siente bajo los rayos del sol.

Miriam no veía qué beneficio sacaba de ello el Gris, así que se limitó a asentir, despreocupada, y continuó en silencio. Callejearon por el centro de la ciudad, por el Madrid antiguo e imperecedero, muy diferente del barrio en el que residía Mario Tancredo. Había mucha gente paseando por las calles, a Miriam eso le gustaba sin entender por qué; en cambio, al Gris no tanto. Se le veía inquieto, como si no encajara. Parecía más fuera de lugar que los numerosos extranjeros que revoloteaban de un lado a otro admirando la ciudad.

Recorrieron la calle Mayor y enseguida llegaron a la iglesia de San Nicolás, probablemente, la más antigua de Madrid.

Les abrió un hombre alto y cejudo tras aporrear la puerta varias veces. La centinela había llegado a considerar usar el martillo si seguían haciéndoles esperar.

—Hoy no hay visitas a la iglesia —ladró el monje, lanzando una mirada poco amistosa al Gris.

—Nosotros pasaremos —replicó la centinela impidiendo que cerrara con la mano—. No venimos de visita. Queremos ver al padre Jorge.

La expresión del monje cejudo cambió y se suavizó un tanto. Luego se fijó de nuevo en el Gris y regresó la mueca de desconfianza.

—¿Él también? —le preguntó a Miriam.

—Sí —contestó ella enseñando un medallón que colgaba de su cuello.

Los ojos del monje brillaron.

—No te había reconocido —dijo rezumando humildad—. Disculpa mi torpeza, no suelen venir centinelas a nuestra humilde morada. Estando tan cerca de la Catedral de la Almudena, lo normal...

—Lo normal es que no nos hagas perder el tiempo —le interrumpió el Gris entrando en la iglesia. Miriam le siguió—. No te preocupes por nosotros, conocemos el camino.

El monje agachó la cabeza y desapareció.

—Bien, Gris. Disfruta de tu recuperación. Yo tengo cosas que hacer, nos vemos aquí dentro de... ¿una hora?

—Suficiente.

Se separaron. El Gris ya había estado en aquella iglesia en varias ocasiones, por el mismo motivo que ahora. Encontró al padre Jorge donde siempre, arrodillado, con las manos entrelazadas, rezando, en uno de esos momentos de máxima concentración.

—Seguro que Dios le escucha, padre —dijo el Gris haciendo sonar los tacones de sus botas—. Debe ser el que más habla con él de todo el mundo.

El padre Jorge abrió los ojos, le miró y sonrió un poco, con timidez. Si la interrupción le había molestado, no se le notó. Se puso en pie con esfuerzo, ayudándose de un bastón. Era un hombre mayor, de al menos ochenta años, y aunque el Gris no podía precisarlo, percibía que su alma era muy antigua.

La Biblia de los CaídosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora