Versículo 7

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VERSÍCULO 7

Hacía mucho calor, demasiado, a pesar de que las ventanas estaban abiertas.

—¿No sudas con esa gabardina? —preguntó Elena, quitándose el chal que llevaba sobre los hombros.

El Gris no contestó. Estaba concentrado, con los ojos fijos en la criatura que tenía delante. Era una niña pequeña, de poca estatura para tener ocho años, y muy delgada. Tenía los ojos amarillos, verticales, como los de un reptil, y el pelo largo y sedoso. Estaba medio desnuda, con las ropas desgarradas y quemadas en varios lugares. La piel era tersa, tan blanca que se veían los huesos a través de ella. Un corte horrible deformaba la mejilla derecha, por donde expulsaba humo. Las uñas eran de color negro y producían un chillido insoportable cuando arañaban la pared.

Estaba en la esquina opuesta a la entrada de la habitación, doblada sobre sus rodillas, rugiendo, babeando, con actitud feroz. El Gris se acercó un poco y se arrodilló. Estudió los símbolos dibujados en el suelo que mantenían a la chica encerrada.

—No son gran cosa. ¿Quién los ha inscrito?

—Fue un exorcista que llamó mi marido —explicó Elena—. Era un inútil que no supo tratar a mi hija. Se llevó un buen zarpazo en el muslo.

El Gris asintió. Si el demonio cobraba fuerza, aquellas runas no bastarían para retenerle.

—¿Sabes quién soy? —preguntó.

La niña le miró y gruñó, enseñó los dientes.

—Un exorcista. —No era una voz de chica, ni siquiera era juvenil, sino grave y profunda, retumbaba—. Sois todos iguales.

—¿Conoces mi nombre? ¿Me habías visto antes?

El demonio se removió furioso, escupió, golpeó el suelo y pateó la pared, pero no dijo nada.

—Tal vez reconozcas esto —dijo el Gris.

Metió la mano por el cuello de su sudadera y tiró de la cadena que siempre llevaba colgando. Elena alcanzó a ver un extraño tatuaje asomando por su cuello. De la fina cadena pendía una larga pluma blanca, estilizada y hermosa, que se mecía suavemente.

La niña-demonio sacudió la cabeza, tuvo una arcada.

—¡Guárdala! —bramó—. ¡Apesta!

—¿Puedes identificar a su dueño? —preguntó el Gris acercando la pluma.

—Claro que sí —contestó el demonio con su voz de hombre. El rostro del Gris se iluminó—. Su dueño es un apestoso.

Elena seguía en silencio detrás, apoyada contra la pared. El Gris se irguió y se volvió hacia ella.

—Deberías dejarme a solas unos minutos.

—No pienso hacerlo —respondió ella.

—Es por tu propia seguridad.

—Déjanos a solas, mamá —pidió Silvia—. Ya estoy acostumbrada a los exorcistas. Este no será un problema. Vamos, «pelo plateado», ven a por mí. Quítate esa gabardina para que pueda devorar mejor tus tripas.

La niña pateó el suelo y saltó hacia delante. Se detuvo en el aire con un golpe seco y rebotó hacia atrás, contra la pared. Lo volvió a intentar. Con cada embestida las runas del suelo se iluminaban levemente, reflejando su poder al impedir que el demonio las traspasara.

—No aguantarán —dijo el Gris—. Voy a intervenir.

Su mano se perdió en la oscuridad de la gabardina, emergió un segundo después con un frasco polvoriento, del tamaño de una botella de medio litro, que contenía una sustancia similar a la arena. Lo dejó en el suelo.

La Biblia de los CaídosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora