Versículo 33

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VERSÍCULO 33

—Volverá, ¿verdad? —preguntó Sara, esperanzada.

Diego se recostó contra la lápida y contempló las estrellas.

—Eso espero —dijo en un suspiro—. Aunque tal vez deberíamos prepararnos para lo peor.

La rastreadora no pudo estudiar su expresión, solo el tono abatido de su voz. El niño estaba arropado por las tinieblas de la noche, entre las sombras alargadas que proyectaban las tumbas. Se quejaba muy poco de la herida de su pierna, y eso que aún tardaría un par de semanas en estar completamente curado.

—¿Cuánto tardará? —Ella estaba convencida de su regreso, se negaba a caer en el pesimismo.

—Ni idea. No sé cuánto dura el cónclave.

Le hubiera gustado preguntarle al niño hasta cuándo le esperaría, qué límite de tiempo se había dado a sí mismo antes de dar al Gris por muerto. Una pregunta que también tendría que hacerse ella misma, dado que los ángeles no enviarían a un mensajero para informar de que le habían ajusticiado, si esa fuera su decisión.

Intuyó que no le gustaría la respuesta de Diego, así que no preguntó. Se imaginó que en algún momento ella se quedaría sola, aguardando entre las tumbas, los nichos y los panteones del cementerio de La Almudena a que regresara el Gris. La idea la llevó a dudar de si podría salir de allí por su cuenta, de la zona apartada en la que se encontraban.

Sara conocía razonablemente el camposanto de La Almudena. Su abuelo estaba enterrado allí y ella lo había visitado en varias ocasiones. Era la necrópolis más grande de Madrid y una de los mayores de Europa. Se decía que el número de personas que allí yacían superaba a los habitantes de la ciudad. Pero a pesar de sus visitas, no reconocía la parte en la que ahora se encontraban. Álex y Diego la habían guiado por el cementerio, siguiendo a un gato negro de ojos verde esmeralda con el que se habían topado al cruzar los tres arcos del pórtico de la entrada. El pequeño felino parecía estar esperándoles.

—Hazlo tú, macho, que a mí siempre me araña —le había dicho el niño a Álex.

Álex acarició al gato. Sara creyó oír cómo le susurraba algo, pero no estuvo segura. El animal frotó su lomo contra la pierna de Álex y luego inició su silencioso recorrido, deslizándose entre las tumbas, y sobre ellas, con saltos ágiles de una a otra. Le siguieron sin perderle de vista, trazando un camino extraño por la necrópolis. A Sara le dio la sensación de que no atravesaban en línea recta su forma de cruz griega, sino que daban vueltas innecesarias. En algún momento perdió la orientación. Poco después llegaron a un claro bañado por la luz de la luna llena, entre dos impresionantes mausoleos medio enterrados en la vegetación y muchas tumbas de aspecto antiguo.

No es lo que ella esperaba cuando le dijeron que iban a esperar al Gris en su punto de reunión habitual, su «cuartel general», según Diego.

—¿Dónde se ha metido Álex? —preguntó de repente.

—Está un poco más allá —indicó el niño señalando con el dedo gordo por encima de la lápida, a su espalda.

—¿Cómo lo sabes? Ni siquiera estás mirando.

—Está sentado en una tumba sin nombre, con una cruz bizantina de piedra bastante sucia que parece a punto de resquebrajarse. Siempre está ahí el tío, tiene fijación con ese lugar.

—¿Quién está enterrado allí?

—No tengo ni pajolera idea. Y mira que le he dado el coñazo, pero nada, es imposible hacerle hablar. Él sí que parece una tumba.

La Biblia de los CaídosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora