Versículo 27

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VERSÍCULO 27

El Gris derribó la puerta de una patada. Miriam estaba justo detrás, un poco a la derecha, con el martillo fuertemente sujeto con las dos manos y preparada para cubrirle la espalda o ayudarle si la niña estaba dentro del baño.

No se dio ninguna de las dos circunstancias.

Era un baño pequeño, sin ventanas, con los grifos dorados, tal vez de oro. El suelo, las paredes y el techo estaban completamente cubiertos de sangre, con pedazos de carne aquí y allí, pegotes coagulados resbalando por las paredes, pedazos de intestino por el suelo y toda clase de vísceras esparcidas al azar. Un verdadero asco.

—Ya sabemos de dónde venía el goteo de sangre —dijo Miriam relajándose.

El Gris entró en el baño. Las botas dejaron huellas teñidas de rojo. En la bañera encontró los pedazos más grandes y casi la totalidad del esqueleto.

—Falta la calavera —le dijo a la centinela—. Es de un hombre. No del niño, ni de Sara.

—¿Podría ser de Álex? —preguntó ella—. Hace tiempo que no le vemos.

—Es posible —afirmó el Gris—. Resulta difícil asegurarlo, porque los huesos están astillados y llenos de mordiscos. Pero son de un hombre, de eso no hay duda.

Salió del baño y cerró la puerta.

—Mira, Gris. —La centinela señaló la ventana. La luz del alba se asomaba lentamente, iluminando el pasillo—. Está amaneciendo.

—No puedo preocuparme por eso ahora. De todos modos, aquí no va a verme mucha gente.

Miriam encogió los hombros y dijo:

—Busquemos a los demás.

El Gris asintió. Continuó avanzando por el pasillo, pero ahora sin correr, andando en silencio, atento a cualquier señal que indicara dónde se encontraban Sara y Diego, o el demonio.

Escucharon una voz. El pasillo torcía a la derecha un poco más adelante. La voz provenía de allí, de alguien que estaba a la vuelta de la esquina.

—¡Abre de una vez! Te digo que no hay peligro. Ya he matado al demonio.

El Gris sacó el cuchillo. La centinela no comprendió qué estaba sucediendo.

—¿Me he vuelto loca o esa voz era igual que la tuya?

No obtuvo respuesta.

El Gris corría a toda velocidad con el cuchillo por delante.

*****

—Los médicos no pudieron determinar la causa de la muerte —terminó de explicar Mario—. Le falló el corazón. Dijeron algo de una nueva enfermedad o un virus desconocido.

Diego bufó, le dio una patada a la mesa. Una muñeca casi tan grande como él cayó al suelo. El niño también la pateó y le arrancó la cabeza.

—¡Tranquilízate! —Sara le sujetó por los hombros—. ¿Por qué te has alterado tanto?

El niño maldijo, meneó la cabeza, se revolvió en los brazos de la rastreadora.

—Era la mejor pista que teníamos —explicó con tono desesperado—. Si el hermano era solo un bebé, no se explica la fuerza y resistencia de Silvia. Volvemos al punto de partida. ¡Y sin saber qué mierdas está pasando en esta familia asquerosa! —Diego se liberó del abrazo de Sara y se plantó frente a Mario, que retrocedió hasta la cama de su hija. Era la primera vez que la rastreadora veía al niño enfurecido—. A menos que nos estés mintiendo...

La Biblia de los CaídosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora