Versículo 28

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VERSÍCULO 28

—No es para tanto, niño —dijo Sara lo más dulcemente posible—. ¿De verdad no piensas volver a hablarme?

—¡No!

Diego se cruzó de brazos y apartó la mirada. Estaba sentado en el suelo con la espalda contra la pared. Se había enrollado una camiseta alrededor de la herida de su pierna y aunque no se quejaba, saltaba a la vista que le dolía mucho.

La rastreadora había colocado un cojín bajo la cabeza de Mario, que seguía inconsciente en un rincón. Se hallaban en una estancia amplia, repleta de sillas, con un proyector y una pantalla enorme en la pared del fondo. Daba la impresión de que Mario tenía un cine en miniatura en su casa. La puerta era de cristal y Sara no podía evitar una tremenda sensación de fragilidad. El niño le había explicado que la protección se basaba en la runa que había grabado, no el material del que estuviera hecha la puerta, pero ella no lograba sacarse de encima la idea de que cualquiera podría romper un cristal. Se le pasó por la cabeza arrojar una silla contra la puerta, para comprobar la resistencia del símbolo, pero lo descartó, no era momento para entretenerse con juegos.

—Déjame que eche un vistazo a tu pierna.

—¡Que no!

El niño dio un manotazo al aire y luego cruzó de nuevo los brazos.

—Te prometo que no pensaba con claridad. No lo hice a propósito.

—¡Claro que sí! Cargaste con el delincuente, ¡y yo estaba herido! Ese cerdo es el culpable de todo, seguro, y tú le salvaste en lugar de ayudarme a mí.

—Tenías a Miriam para ayudarte. No podía dejarle solo, le hubiera matado el demonio.

—¡Pues que se muera! —Diego dio un puñetazo en el suelo—. Es su hija la que intenta masticarnos. Y no te fíes tanto de Miriam. Cuando las cosas no concuerden con su código asqueroso, verás lo maja que es la tía. Asco de ángeles, de verdad.

Sara no quería hablar de los ángeles, pues el niño se enfurecía, gruñía y se volvía insoportable. Y era muy complicado discutir con alguien que no puede mentir porque eso implica que todo lo que dice es cierto o él piensa que lo es. Además, aunque aún no conocía los detalles de su maldición, parecía más que razonable que tuviera motivos de sobra para albergar ese rencor perpetuo hacia los ángeles y sus seguidores.

—Niño, no puedes enfadarte conmigo, no lo soportaré. Tú me has enseñado lo poco que sé de este mundillo, y me salvaste de Silvia cuando intentaba atraparme durante el exorcismo, ¿recuerdas? Me ayudaste a cruzar las runas y me pusiste a salvo. ¿Cómo podría desearte algún mal? No tiene sentido.

Lentamente y a regañadientes, Diego giró la cabeza hacia ella. Sara le devolvió una mirada arrepentida y sincera.

—Está bien. ¡Maldita sea! No puedo enfadarme contigo si me miras así.

Era una protesta pero el tono revelaba que en el fondo se alegraba.

Sara tuvo la fuerte impresión de que el niño la apreciaba. Podría preguntárselo directamente, para forzarle a que le diera una respuesta, pero sería aprovecharse de su maldición y no lo hizo. La invadió una gran alegría al constatar que al menos un miembro del grupo se llevaba bien con ella y la tenía en buena consideración.

No pudo evitar darle un beso en la frente. Diego fingió que le molestó la muestra de afecto.

—Y ahora, niño gruñón, vamos a ver esa pierna. ¡Dios! Es el peor vendaje que he visto en mi vida.

La rastreadora retiró la camiseta empapada de sangre.

—¡Ay! ¡Cuidado, tía!

La herida seguía sangrando. Sara no tenía conocimientos suficientes para evaluar la gravedad del zarpazo.

—¿No puedes curarte? El Gris estaba mucho peor que tú y le dejaste como nuevo.

—Yo soy la única persona a la que no puedo curar. ¡Putos ángeles! No tendría mucho sentido que pudiera hacerlo, dada la maldición.

Sara cada vez sentía más curiosidad por conocer todos los detalles de la maldición. No entendía cómo algo supuestamente tan terrible le permitía curar a la gente. A ella le sonaba más bien a bendición, incluso a milagro.

Encontró algo de ropa sobre una de las sillas. Rasgó una camiseta para usarla de venda.

—Está limpia, no te preocupes. Menuda chapuza habías hecho. No te muevas, que no me dejas vendarte. Y no te quejes tanto. Eso es. ¿Lo ves? Ya está. ¿No te sientes mejor?

El niño echó un vistazo al improvisado vendaje con ojo crítico.

—No está mal —reconoció.

—Ahora, ¿qué hacemos?

Diego la miró perplejo, como si acabara de preguntar la mayor estupidez del mundo.

—Nada en absoluto. Esperar. No pienso salir de esta sala hasta que vea la cabeza de esa niña en la mano del Gris.

Se llevó las manos detrás de la cabeza y se recostó en una esquina.

*****

—La verdad es que ese trato sí me interesa —dijo el Gris, bajando la mano que empuñaba el cuchillo—. Por mi nombre y mi pasado, sí podemos llegar a un acuerdo.

Silvia se frotó las manos, complacida, y aulló. La pequeña niña-demonio dividió su rostro con una sonrisa torcida.

—Excelente, exorcista. Sabía que nos entenderíamos...

Se agachó y rodó a un lado, con una voltereta rapidísima, justo una fracción de segundo antes de que el puñal del Gris cortara el aire donde estaba su cabeza. El Gris saltó sobre ella. La niña le esquivó, retrocedió varios pasos y saltó, para acabar agarrada a la pared opuesta.

—¿Qué estás haciendo? —gruñó—. Teníamos un trato.

El Gris extrajo su cuchillo de la pared con un tirón limpio.

—Debes de ser un secuaz muy estúpido para intentar engañarme con ese truco tan malo. ¿Crees que es la primera vez que intentan tentarme con mi pasado? Es la artimaña más simplona y poco imaginativa que se puede usar contra alguien con amnesia. Si la mitad de los que me han prometido algo similar hubieran dicho la verdad, a estas alturas recordaría mi vida pasada mejor que si tuviera mis propios recuerdos.

Silvia caminó por la pared con las manos y los pies, hasta situarse enfrente de él, y se posó en el suelo con otra voltereta.

—Estás empezando a cansarme de verdad, exorcista. Hasta ahora he sido paciente, te he dejado pelear, sentirte bien, que pensaras que estás a mi altura. Pero parece ser que no hay forma de que me entregues la página, así que si no puedo lograr mi objetivo, no hay razón para que no te despedace. Ya no me contendré más.

—En algo estamos de acuerdo, demonio, esto es el final. Después de todo, ya he descubierto tu juego. —El Gris dio unas palmadas en el espejo, que ahora estaba a su espalda, desde que habían cambiado sus posiciones—. He visto tu alma, monstruo. Ahora entiendo cómo resististe el exorcismo. Toda esta conversación me da exactamente lo mismo. Solo necesitaba colocarte ante el espejo el tiempo suficiente para estudiarte.

—Se te ha pasado algo por alto, exorcista. Ibas a descubrir la verdad antes o después. Así que esto no cambia nada, no te sientas tan seguro. Y una cosa más. Yo también te he colocado donde quería.

Silvia se arrodilló y golpeó el suelo con sus diminutos puños. El mármol crujió, se abrió una grieta que se propagó a toda velocidad. El Gris reconoció los trazos que siguió la grieta mientras desgarraba el suelo. Era una runa, y él estaba en el centro.

El suelo se vino abajo y el Gris cayó en el agujero.

La Biblia de los CaídosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora