Capítulo 13

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He comenzado a toser y me duele el pecho.

Las cuidadoras me han dicho que Silvia murió de neumonía, pero la neumonía se la causó la influenza.

Es muy posible que yo esté contagiada porque ella era la única con la que platicaba. De ser así, no creo tener la fuerza para resistir la enfermedad. Soy vieja y tengo otros males que me atacan.

Silvia y yo manteníamos largas conversaciones del pasado, del presente y del futuro que queríamos que fuera breve. Sin embargo, ni a ella le conté mi secreto. Las hojas en las que escribo son las únicas que lo saben.

Es tiempo de darme prisa para poder terminar.

Aquella insólita madrugada la luna era llena, reluciente, hermosa. Pronto el cielo se pintó de gris.

Las monjas se fueron despertando por el humo y el calor. Algunas gritaron y se desató el caos. Los alaridos recorrieron el lugar. Se escuchaban histéricas. Golpeaban las puertas una y otra vez.

Disfruté que esas perversas imploraran y pagaran como merecían.

Llegué frente a la puerta de la habitación de la madre superiora. Ese ser indiferente, callado e igual de culpable. Jamás la oí dar una orden, pero tenía el poder de detener la maldad y eligió no hacerlo.

Cargaba en una cubeta la última porción de formol.

Para ese punto, la madre superiora ya estaba despierta, pero fue tan lenta que primero le prendí fuego a su única salida.

—¡Tú! —fue lo que logró decir.

—Sí, yo —respondí, sosteniéndole la mirada.

La mujer anciana no era capaz de comprender que alguien tan insignificante pudiera hacer algo tan grande. Siempre fui para ella una joven sumisa y tonta. El fuego empezó a crecer, aun así, decidió arriesgarse a salir. Para su mala fortuna, su andar torpe provocó que un chispazo alcanzara el holán de su ropa de noche. Gritó y corrió tanto que el aire la volvió una pira humana. Terminó chocando contra un muro de los arcos y se desmayó. El fuego hizo el resto.

Avancé una vez más, hasta que me detuve en la habitación de Aurora. A esa puerta no le puse formol. Sin duda, ameritaba más.

Abrí con las llaves y la hallé arrinconada detrás de la cama. Ya no parecía una bestia, o tal vez sí, pero atemorizada. Rezaba violenta con las manos apretadas.

Al verme, saltó para atacar, pero yo tenía el cuchillo de Inés en las manos. En cuanto lo vio, se detuvo.

—¡Camina! —le dije firme, amenazándola con el filo hacia su cara.

—Me he preparado para este momento —dijo, y sus ojos se clavaron en mí—. Sé que mi hora llegó y alegre lo recibo. —Levantó hacia arriba los brazos—. Por fin iré a la derecha del Señor.

Por primera vez, lo que vi en ella no fue autoridad, sino derrota.

—¿De verdad crees que irás al cielo? —Me carcajeé—. Tú lo único que mereces es un eterno tormento, monstruo inhumano.

No sé cómo, pero obtuve la fuerza para jalar su largo cabello suelto y la empujé.

Presioné el cuchillo sobre su espalda para que no pensara en escaparse. Así, la conduje hasta la sala de estar del convento que ya se notaba afectado por el humo. Su altura y mala vibra no me amedrentaron ni un instante. Me permití ser cruel.

Pensé que Aurora pelearía, que gritaría o trataría de zafarse de mí, pero ni siquiera lo intentó. Toda su malicia se esfumó. Sola no era nadie.

Creo que comprendió que acababa de perder.

La llevé al piano y la obligué a sentarse en el taburete.

—¡Toca esa maldita canción! —le ordené y permanecí cerca.

Al principio, ella me ignoró, pero bastaron un par de cortadas en la espalda para que tronara los nudillos.

Esa canción era el fondo perfecto para todo lo que pasaba: los alaridos de las monjas, el olor de sus carnes quemándose, Aurora asustada como un gatito... ¡Su imperio de horror se derrumbaba a pedazos!

Por un instante cerré los ojos, le di gracias a Dios por dejarme presenciar aquella placentera escena y disfruté de la melodía que tantas veces escuché queriendo morir.

—Con esto solo encontrarás el infierno y lo sabes —se atrevió a decirme sin dejar de tocar.

Reí por la amargura.

—No, Aurora, el infierno lo encontré hace ya un tiempo, pero ahora le estoy dando la decoración que necesitaba.

¡Por fin llegó la hora! Respiré hondo, me erguí y le jalé el cabello. Su cabeza quedó apoyada en mi vientre. Esos ojos mordaces me observaron. Allí recordé a la sombra de mis pesadillas.

—Mátala —musité.

Dejé de lado el raciocinio. Apagué todo sentimiento de lástima, y presioné el cuchillo con toda la fuerza que me quedaba. Una y otra vez mi improvisada arma se encajó en su cuello. La sangre salía disparada. Esos ojos dejaron de tener vida.

Seguí encajándolo, no podía detenerme. Descargué toda mi rabia contenida, hasta que su cabeza quedó casi separada de su cuerpo, hasta que ya no pude más.

¡Terminé con Aurora y me regocijé al hacerlo! ¡Se lo merecía! ¡Todas se lo merecían!

Sé que lo más sensato hubiese sido suicidarme, meterme entre las llamas y arder en ellas. Así acabaría con toda la maldad de aquel convento, pero en ese momento lo único que anhelaba era tener la oportunidad de redimirme.

Me asqueó sostener en la mano una parte de Aurora y la arrojé hacia el piano.

El cuerpo, los deformes restos, quedaron sobre él. La sangre recorrió las teclas y se metió entre ellas como veloces serpientes rojas.

Prendí una rama seca con el fuego que avanzaba y la puse sobre el piano.

¡Estaba hecho!

Ese ser malvado quedaría reducido a simples cenizas.

Fue hasta ese instante donde al fin lloré. Lloré tanto que me sentí desfallecer.

¡Sí, las maté a todas justo como merecían! Justo como ellas me mataron a mí.

El Beso de la Monja © Disponible en AmazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora