Capítulo 9

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Hoy amaneció nublado y he agradecido que el café estuviese listo. Lo acompaño con unas buenas galletas de vainilla. Mis manos se han vuelto viejas y están llenas de manchas oscuras, pero son firmes al escribir las memorias que tenía guardadas muy en el fondo del pecho, y lo son porque estoy decidida y segura de lo que hago.

Si yo hubiese sabido que estaba a punto de pisar las puertas del infierno, nunca habría siquiera contemplado la opción de ir a ese sitio que intento borrar de mi cabeza. Tal vez hubiese sido más sensato quedarme con mis padres y casarme después con algún buen hombre como ellos tanto querían, seguro aprendería a amarlo y a la larga sería feliz. Hijos, nietos, una casa, una familia... Una vida que suena como un imposible, porque estaría lejos de tanto daño. Evito pensar ahora en lo que pudo ser, en todo lo que jamás tendré oportunidad de cambiar. Hoy soy una vieja enferma y estoy sola, tan sola como merezco. Dios conoce todo lo que me equivoqué y por eso me castiga. Él sabe cuánta sangre vi derramar y cuánta sangre se derramó por mis manos. Las muertes atroces siguieron día a día. Parecía que aquellas infelices almas no tenían a alguien que les supiera llorar.

Es posible que Aurora creyera que hacía lo correcto, que sus acciones eran las adecuadas porque, según las demás monjas, eran ejecutadas en nombre de Jesús y su Padre. Tal vez pensaba que los "pecadores" no merecían habitar esta tierra que está muy lejos de ser pura y buena. En su locura, ella hacía lo que creía cabalmente justo.

El sueño que tuve un par de noches antes no me dejaba pensar con claridad, no me permitía estar tranquila ni a sol, ni a sombra. Se albergó en mi cabeza, la taladraba, gritaba la advertencia de que algo malo se avecinaba; algo incluso peor de todo lo que ya había vivido dentro de la congregación. Me volvía loca el solo pensar en ese sueño. El sentir a Aurora abrazándome me enfermaba.

¡Ya no podía esperar más!

Fue entonces que la desesperación me llevó a terminar de detallar el plan para... para quitarle la vida a esa mujer desalmada y ruin que mi mente pedía a una y otra vez que acabara.

Revisé lo que cada monja acostumbraba hacer en el día, realicé ensayos en silencio, hasta que todo estuvo preparado. Debía ser por la tarde. Las monjas rezaban a las cinco en punto durante tres horas. Con eso yo tenía el tiempo suficiente para ocultar la evidencia. Aurora casi siempre rezaba en su habitación, ya que sonaban muy fuertes los latigazos que se daba y perturbaban a las otras en sus rezos. Ella estaría sola para mí, como un suculento plato tentador y prohibido. Arrinconada y sin sus secuaces, justo como se ve una presa fácil.

Para ese entonces ya comenzaban a tenerme mayor confianza y llevaba a mi cargo parte de la cocina. Los instrumentos filosos se encontraban a mi alcance.

Planeé hurtar un cuchillo pequeño, lo bastante largo y afilado para que encajara bien en la carne. El tamaño me ayudaría a esconderlo entre la costura del hábito y así evitar que lo vieran. Me acercaría sigilosa y, cuando menos lo esperara, se lo clavaría en la espalda, tal como lo hace un cobarde, tal como ella se lo hacía de manera constante a las víctimas.

Para mi desgracia, el tiempo que estuve manipulada causó que no me resultara nada fácil iniciar con lo planeado. Incluso me senté a rezar en varias ocasiones para pedir perdón por desear con todas mis fuerzas la muerte de otra persona, aunque esa persona fuese ese monstruo. Mi cobardía era mayor y no logré robar el cuchillo en dos oportunidades perfectas.

Una nublada mañana por fin tomé la decisión.

Ver el cielo ennegrecido y retumbando me recordó a las sombras de mi pesadilla, me reafirmó mi destino. En ese momento me sentí decidida de hacerlo.

Entré a la cocina y en un instante ya tenía el cuchillo entre la tela del hábito.

Fui directo a mi cuarto y lo metí entre las costuras, como estaba planeado.

El Beso de la Monja © Disponible en AmazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora