Capítulo 3

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Estoy segura de que no es posible vivir tranquilo cuando se tiene miedo todo el tiempo. Y no se puede dejar de tener miedo cuando sabes que puedes perder la vida en cualquier momento.

Desde aquel día hasta ahora no se borra de mi mente esa sangre de la hermana Sandra que escurrió por mis ropas, por mis manos que se mancharon cuando quise levantarla luego del golpe que recibió estando herida. Yo sabía que nada volvería a ser igual a partir de ese incidente. Tuve la desafortunada suerte de ver lo que nunca debí y desde ese instante comenzó mi penitencia; una que no tiene fin, porque los recuerdos jamás perdonan.

Por supuesto, Sor Aurora no se quedó callada. Ella y las demás integrantes de la congregación, que se proclamaba con un nombre que aparentaba ser puro y de buena fe, prepararon algo especial tan solo dos días después de lo de la hermana Sandra.

La noche entró con un calor más intenso, lo recuerdo con pesar. Dormía profundo luego de trabajar por largas jornadas y resistir las ganas de llorar porque quería olvidar lo sucedido; eso te deja vencida. Entré en un sueño que en esas circunstancias sabía a gloria, uno que comenzó sanador. Soy capaz de recordarlo: andaba feliz en medio de un prado libre, soleado y verde. Disfrutaba de la mañana y del cosquilleante roce del pasto en mis talones. La vida era tan fácil así. No quería despertar. ¡Pero algo inesperado sucedió! Fue el frío del agua helada que se deslizó vertiginosa por mi rostro y me quemó la piel de una forma espantosa lo que me arrancó de la ensoñación. Se sintió como un fuerte y doloroso tirón. Luego, una oscuridad extraña sobrevino.

Me llevaron a rastras por el suelo que yo misma pulí, con las manos atadas, el rostro cubierto y la ropa de noche convirtiéndose en jirones por la fricción. Y yo solo podía pensar en cómo Dios me abandonó.

Con cada segundo que trapeaban el suelo con mi cuerpo sentía que el trayecto se volvía interminable, hasta que por fin me metieron a una habitación. Lo supe porque dimos una vuelta y escuché una puerta cerrarse y una cerradura ajustarse. Solo entonces una de ellas arrancó el costal que llevaba encima y que no me permitía saber lo que sucedía alrededor.

Moví el cabello enmarañado que cubría mi cara, enfoqué la vista y, cuando logré ver con claridad, me di cuenta de que el cuarto en el que me encontraba era para mí desconocido... hasta a ese momento. Varias de las puertas se mantenían cerradas con candado. Jamás pregunté ni cuestioné acerca de su estado porque temía que fuese castigada por la indiscreción. ¡Sí!, les tenía miedo, ¡demasiado miedo!, incluso hoy sigo teniéndolo al recordarlas.

Una gran sorpresa que secó mi garganta me atacó al ver que todas las monjas que conocía del convento estaban allí, rodeándome cual intimidantes gárgolas góticas. Todas quietas, agrupadas como soldados, esperándome con sus rostros que antes fueron grises y que, de pronto, se mostraban encendidos de maldad. Parecía que cada par de ojos refulgía en medio de ese escenario de terror. Incluso la hermana Sandra era partícipe con la misma expresión. ¡Qué rápido se olvidó del golpe y de la sangre y del dolor...!

La tenue luz añadió un toque decorativo ideal.

Sor Aurora avanzó dos pasos firmes mientras me observaba en el suelo con la ropa destrozada y las manos amarradas.

El tacón de sus zapatos resonó fuerte, con eso el cuerpo entero me vibró.

Después, ella tomó la palabra.

Su voz ronca y diferente causó que tiritara todavía más.

—Esta, hermanas —dijo, viendo directo a las monjas. En los labios mantenía una media sonrisa. Era obvio que amaba saber que todas la escuchaban con suma atención—, es la primera vez que llevamos a cabo una iniciación tan temprana, pero, debido a la indiscreción de algunas. —Enseguida miró a la hermana Sandra, seguro la acusaba por su torpeza—, empezará antes de lo previsto.

Me sentía un poco mareada y no lograba comprender al cien por ciento lo que ocurría, solo recuerdo que quise creer que una pesadilla no me dejaba despertar. Después de todo, las amables monjas no podían hacerles daño a otras personas. Ellas predicaban el bien y amor por el prójimo. ¡No podían ser malas!, ¿o sí?

Vi la habitación cuando logré levantar la cabeza. La inspeccioné poco a poco para no evidenciarme. Todo en el lugar era blanco, tan blanco que me dejó perpleja. Las paredes, el suelo, las decenas de velas prendidas... Todo era tan pulcro que se me hizo difícil pensar en cuántas veces la limpiaban para lograr que luciera así. Solo tenía un detalle distinto, algo que sobresalía y estaba justo en medio: un largo mantel de satín azul turquesa que cubría una mesa. Encima tenía algunos alimentos e instrumentos de cocina colocados con extremo cuidado.

—Adelante, ven acá, novicia Pilar —indicó Aurora con una seña histriónica.

¡Sí! ¡La he llamado solo "Aurora"! No puedo seguir nombrándola "hermana" porque en realidad no practicaba lo que los profetas plasmaron en las Sagradas Escrituras que nuestro Dios en su sabiduría dictó. Ninguna de ellas lo hacía.

Teresa, otra de las monjas, me llevó del brazo a tropezones hasta donde se encontraba esa mala mujer.

Aurora tomó mi boca como si fuese un limón y lo apretujó con odio entre sus largos dedos.

¡Ahí me di cuenta!

Ella me observaba con verdadero asco. No era producto de mi imaginación.

—El día en que conozcas a Dios ha llegado, ¿estás lista para recibirlo? —preguntó con su cara construida sobre la amenaza.

—No eres más que un ser despreciable —alcancé a decir con una valentía desconocida. Las palabras salieron sin permiso. Un instinto controlaba mi boca y mis pensamientos.

Supe enseguida que cometí un grave error.

Logré advertir un par de pasos detrás de mí. Después sentí la presencia.

Lo que siguió fue que proferí un grito ensordecedor cuando un pedazo de cuero destruyó una parte de mi bata, la rompió más en la parte de atrás y traspasó mi carne hasta dejarla al rojo vivo.

—Voy a volver a preguntar y espero que estés de acuerdo conmigo, o la hermana Gloria va a reprenderte otra vez como se debe —puntualizó Aurora, sonriendo complacida—. ¡¿Estás lista para recibir a Dios?!

No podía ni siquiera hablar, el dolor del latigazo me dejó sin aire y comenzaba a asfixiarme. Unas cuantas lágrimas rodaron por mis mejillas y no logré evitar que se derramaran más. En ese momento no controlaba mi cuerpo.

—Creo que aprendes rápido —se burló otra monja y después soltó una carcajada que hizo eco en el lúgubre lugar.

Una lluvia de aplausos retumbó por cada rincón.

Varias monjas empezaron a cantar.

Pero todo aquel espectáculo sacado de un cuento de terror no terminó así, se avecinaba algo peor.

El mantel color turquesa se deslizó luego de que alguna de esas desalmadas mujeres lo jalara, y dejó ver lo que celoso escondía.

—¡He aquí la prueba fehaciente de que fallarle a Dios se paga con creces! —gritó Aurora. Su dedo señalaba directo hacia lo que había debajo de la tela—. Esto es un claro recordatorio de lo que puede sucedernos si equivocamos el camino. ¡Admira la belleza del pecado! —Me clavó sus maliciosos ojos.

Yo callé un alarido de horror. Tuve que mantenerme en silencio para que no me volvieran a lastimar. En ese instante intenté encontrar desesperada los motivos que llevaron a esas monjas a cometer un acto tan terrible.

En una caja de vidrio, olvidada entre burbujas de formol, reposaba recostado el cuerpo desnudo y sin vida de una joven mujer.

El Beso de la Monja © Disponible en AmazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora