Capítulo 2

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Esta mañana he despertado más descansada y un poco más saludable. Decir la verdad tranquiliza a las almas atormentadas, a pesar de que se lo cuento a un papel en esta vieja mesa que pedí que pusieran en el balcón para concentrarme y disfrutar de la vista del día. La razón del inusual sentimiento puede ser porque pienso que, después de que muera y encuentren las hojas, las personas sabrán esas cosas que por las noches se dibujan como cuadros horrendos en las sombras y no me dejan estar en paz jamás; esas por las que no puedo dormir sin tener miedo y culpa al mismo tiempo.

El siguiente día en el convento fue similar al primero. Nadie habló conmigo y yo parecía ser solo un fantasma.

Sor Aurora me dio instrucciones de las cosas que tenía que hacer y comencé a realizar todo cuanto pedían. Lo demás que recuerdo de mis primeros días en la congregación Siervas de Jesús, fue que me encontré fregando pisos que ya habían sido fregados minutos antes por otra compañera y que de todos modos limpiaba de nuevo.

«¿De qué forma se puede ayudar al prójimo limpiando el suelo?», pensaba.

Pero fui positiva e imaginé que podía tratarse de una prueba, y continué obedeciendo sin objeción cada instrucción irracional por casi un mes. Si no era limpiando pisos, era puliendo platos limpios, sacudiendo, lavando, acomodando... Esa no era la vida que yo quería tener para servir a Dios, al Dios al cual amé desde niña como se ama a un padre benévolo. Y ahora, no lo sé, las dudas se posan en mi cabeza y me hacen pecar con preguntas que no debería formular ni por error. ¿Por qué si quería hacer el bien terminé haciendo todo lo contrario? ¡Yo tenía unas inmensas ganas de ser una persona diferente! ¡Una buena persona!

De esa forma continuaron los días, hasta que en un mal paso que di ¡todo cambió! Las rutinas forzadas, los malos tratos y las caras indiferentes se hacían costumbre y pude sobrellevarlo poco a poco. Me decía una y otra vez que debía aguantar para alcanzar mis objetivos.

¡Pero algo pasó!

En un giro traidor, el escenario me dejó plantada en medio de una obra de horror que nunca podré olvidar a pesar de los años, porque incluso cuando mi cerebro se hace viejo, las memorias que poseo simplemente se niegan a liberarme.

Supongo que ese suplicio es parte del castigo con el que debo lidiar.

Todo empezó una simple mañana cuando limpiaba un solitario pasillo del ala izquierda, la cual nunca era usada y en la que, sin buscarlo, escuché un llanto.

Agudicé el oído y supe que se trataba de un llanto de mujer.

¡Me quedé congelada!

El continuo sonido provenía de alguna habitación del pasillo que teníamos prohibido habitar.

Tardé en reaccionar.

El quejido era de dolor, de un terrible dolor que erizaba la piel.

Cuánto temor me dio ese chillido que parecía ser de ultratumba y que hacía eco por todo el corredor.

Al buscar una explicación, me dije que tal vez sufría alucinaciones por el exceso de trabajo al que me sometían todo el tiempo.

Así, fingí que no escuché y continué con mi labor.

¡Lo sé, fui una cobarde!, pero ya era bastante malo tener el puesto de esclava como para colgarme la bandera de metiche.

A pesar de haber tomado una decisión, la conciencia no me dejó tranquila por días y conté cuidadosa a cada una de las hermanas. Todas estaban bien, o eso aparentaban. Desfilaban por ahí, con esas expresiones grises mientras rezaban, y entre sus manos cargaban un rosario que a leguas se notaba que no usaban.

El Beso de la Monja © Disponible en AmazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora