Capítulo 6

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No pienso que al contar esta historia diga que he hecho todo mal. Si bien es cierto que a través de cada cosa espantosa que vi, soporté e hice, mi alma se condenaba al temido infierno un poco más, y más y más, jamás dejé de rezar por cada una de las víctimas que veía pasar por las manos de esas que pregonaban el bien. Y es que no solo rezaba por su salvación, también pedía perdón. ¡Sí!, les pedía perdón por no ser capaz de ayudarlos, de gritar "basta", de ser valiente por primera vez, levantar la mano, aunque se cobrasen con mi propia vida. Quizá esa hubiese sido la mejor forma de fallecer para conseguir la misericordia de Dios: morir por la salvación de otros. Sin embargo, aquí sigo, anciana y viva; viva porque sé que este es mi castigo: vivir. Continuar en este mundo gigante y lleno de gente que solo busca ver sufrir a su prójimo es una condena que no termina, al contrario, sigue y sigue y no sé cuándo va a parar.

La vida longeva es un verdugo que no acaba de cortar mi cuello.

Cuando vas por la vida haciendo daño y lastimando a las personas, se forma una masa amorfa sobre ti que, cuando menos te lo esperas, cae sobre tus hombros sin prevenirte. Y a pesar de que es pesada y duele, solo te presiona, pero no te asesina. Porque al final es un castigo, no una redención.

Vi morir a bastantes personas en esa misma habitación. La edad o el género no representaron nunca un problema. Perdí la cuenta después de llegar al número treinta y siete, pero siguieron muchos más. El observar cómo cada día terminaban con ellos, cual animales cazadores hambrientos, consumió mi poca bondad y me volvió igual de gris. Me hice parte de sus costumbres y normalicé sus prácticas para hacer la vida más llevadera. Suena como una mala broma, pero esa fue la verdad. La muerte se volvió parte de mis quehaceres.

Los cuerpos de los desafortunados eran enterrados en el enorme patio del convento. A algunas, pienso que las menos apreciadas, nos tocaba hacer los profundos huecos que más tarde serían ocupados.

Los caídos ni siquiera tenían derecho a una lápida o a una cruz, ni a un último rezo para honrar su memoria antes de cubrirlos con lodo. Para esas monjas ellos valían menos que perros con rabia. Quedaban todos esparcidos por doquier, no existía un orden ni un poco de respeto.

A veces los echábamos de a dos para no cavar más fosas.

Si bien es cierto que algunas de esas personas fueron seres despreciables en vida porque cometieron actos aberrantes como violaciones, robos, asesinatos, entre otros, nosotras no teníamos el poder de decidir sobre su juicio final.

En ese punto ya sentía que estaba perdiendo mi humanidad.

Cuando es necesario, la indiferencia hace de las suyas porque, me atrevo a asegurar, las personas tenemos el instinto de supervivencia siempre activo. Sabemos cuándo debemos pasar de largo ante la barbarie. Poco a poco iba dejando de reconocer qué estaba bien y qué no.

Aurora tenía en su interior la forma más inaudita de odio, de ira y maldad que jamás había visto. Es verdad que mi corta edad me limitaba, pero, a pesar de todos los años transcurridos, sigo sin conocer a alguien que se le pueda igualar. Sus ojos se volvían como de fuego cada vez que la sangre recorría el cuerpo de algún desgraciado. Incluso la vi reír mientras a una joven mujer le arrancaban la vida. La ahorcaron por el crimen absurdo de vivir en concubinato con un hombre mayor.

Aurora era como la muerte hecha humana, la mujer silenciosa pero letal, la dama blanca de los cuentos de miedo que nos contaban de niños, mi némesis personal.

Eran las tres en punto ese treinta y uno de enero. La tarde pasaba con un frío inusual y un ligero dolor se sentía en los huesos cuando el aire cruzaba por el rostro. El agua helada hizo que mis manos se congelaran y ardieran, pero ni la herida más grande podía lograr que me detuviera. Limpiaba sin parar ese maldito piso que nunca tenía que estar sucio; y jamás lo estaba. Mantenía la mente tan ocupada que el llanto de aquel niño invadió todo el lugar. El chillido causó un evidente eco y me sacó del estado de estupor en el que me encontraba.

El Beso de la Monja © Disponible en AmazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora