Prefacio

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Antes de comenzar esta lectura es importante que sepas que el contenido es potencialmente sensible. Incluye violencia, muertes explícitas y toca temas religiosos que pueden herir susceptibilidades.


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Si alguien peca inadvertidamente e incurre en algo que los mandamientos del Señor prohíben, es culpable y sufrirá las consecuencias de su pecado.

Levítico 5:17

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Aún recuerdo el sonido del murmullo detrás de la gruesa y vieja puerta: lento, constante, tal vez acogedor si no hubiese sabido que se trataba de ella, de esa bestia escondida en la piel de un cordero, una dama que destilaba veneno.

Tenía ya el cuchillo en las manos, tenía la oportunidad y a la víctima acorralada. Era la oportunidad perfecta para terminar de una buena vez con tanto horror, con todo el miedo y las muertes.

Los pasillos se encontraban vacíos.

Coloqué la palma sobre la puerta, dispuesta a empujarla.

¡Pero algo faltaba!

Lo único que siempre me faltó y que ese día me obligó a desistir del plan: eso que se llama valor.

El bendito valor no apareció en el momento indicado, no se hizo presente porque no tuvo la opción de salir, porque yo misma se lo impedí por largo tiempo.

Me detuve, respiré para calmar los nervios y pensé, tan ilusa, que todo terminaría así, muy sencillo. Creí que me iría arrepentida y nadie se enteraría del crimen que intenté cometer. Nunca nombraría ni por error esos sacrílegos pensamientos que atacaban mi mente noche tras noche y que me gritaban sedientos de un único sacrificio.

A pesar de lo vivido, seguía siendo una ingenua.

Todo se derrumbó aquel día para mí.

Si no estaba dispuesta a actuar, entonces tendría que pagar por la cobardía.

Zafiro apareció sin que lograra advertirla.

No disimulé a tiempo.

Desconocía qué hacía ella por el corredor en horas de rezo. Es posible que los tronos que otorgaba la madre superiora le brindaran la opción de saltárselos a su placer... Fuese lo que fuese lo que buscaba por ahí, acabó con lo que yo era entonces. Mató, con solo girar por el pasillo, la esperanza que todavía conservaba. Terminó, con su sola presencia, con lo poco que sobraba de mí; los despojos que ellas dejaron.

Zafiro descubrió el cuchillo en mis manos, olió la traición, porque todas ellas eran como perras entrenadas, y de inmediato emitió el grito de auxilio.

Es difícil describir lo que sucedió después.

Odio recordar esa parte, sin embargo, tengo que hacer un esfuerzo si quiero que se sepa toda la verdad.

Los que lean esto tienen que conocer lo que también pasó conmigo.

El Beso de la Monja © Disponible en AmazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora