Capítulo 8

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Eran las tres y quince de la madrugada. Pude saberlo porque había metido a escondidas un reloj de cuerda antiguo que perteneció a mi familia. , a pesar de ser un simple objeto, para mí, en el encierro eterno como me consideraba, lograba darme esperanza. El rítmico caminar de sus manecillas me confirmaba que seguía viva.

Recuerdo que desperté de golpe. Mi pecho brincaba enérgico y mi vista no lograba clarearse. El llanto de aquel inocente niño se repetía en mi cabeza cuando perdía la concentración y dejaba que mis pensamientos fueran libres. Desde que su vida se apagó por mi culpa, mis ánimos de dormir cada noche se hacían más ausentes. Me torturaba su imagen en cuanto cerraba los ojos, a pesar de que rezaba de más y rogaba una tregua con el insomnio.

Logré conciliar el sueño aquella noche tras forzarme a trabajar horas extras. Solo así pude sentir un poco de descanso al agotar el cuerpo al máximo. Minutos después de que cerré los ojos, comenzó la ensoñación. Para mi desgracia, no se trataba de cualquier ilusión, no era una de esas que tienes cualquier noche y al día siguiente la has olvidado. ¡No! Fue una que removió en mi interior los sentimientos más privados y que me llevó a ser consciente por fin de que era una realidad que me encontraba en un peligro constante.

Aurora representaba en mi mente a aquel anticristo que la Biblia dice que vendrá a la tierra a corromper al hombre con su maldad. Es curioso y casi una burla que se tratara de una falsa mujer que se escondía en los hábitos y la veneración al Dios que traicionaba día con día.

En aquel sueño la vi a ella. Andaba metida hasta en mis proyecciones nocturnas. Iba caminando sola como una loca entre la maleza y las plantas de un oscuro bosque. Se notaba perdida, tal vez también angustiada o histérica.

La observaba a lo lejos, escondida dentro de una casa vieja que tenía los cristales sucios, pero sabía bien que no me equivocaba de persona. Imposible confundirla. Podía oler su perfume escandaloso desde allí.

Decidí mantenerme en el mismo sitio para que no pudiera encontrarme.

No estaba dispuesta a ayudarla. Deseé que se perdiera y nunca más volver a saber de su existencia.

Mis recuerdos son viejos, aun así, tengo presente que en esa ilusión la contemplaba desde la ventana.

Todo el lugar olía a tierra mojada y el rumor del viento era capaz de calar los huesos. Además, moría de frío. La bata de dormir no cubría lo suficiente. ¡Solo anhelaba despertar, pero eso no pasaba!

Poco a poco, Aurora fue acortando la distancia. En la lejanía distinguí su sonrisa.

Me hacía sudar con cada paso.

De pronto, ella se detuvo y su vista fue a dar a lo profundo del bosque.

Seguí su mirada, pero no logré distinguir lo que llamó su atención.

Para terminar de darle el toque de horror, esa insoportable canción empezó a escucharse por todas partes y retumbó en mis oídos. Era la que ella tocaba en el lujoso piano de la sala de estar del convento.

El sonido era demasiado fuerte. Ni tapándome las orejas disminuía.

Mi desesperación tocaba los inicios de la locura. Cada instante allí se volvía más insoportable. Sentía que estaba a punto de perder el control de mi cuerpo y mi mente.

Pasaron así unos largos minutos. La canción se repetía una y otra vez, hasta que no lo aguanté más y grité fuerte. Sentí cómo mi garganta se desgarró por el esfuerzo.

¡La canción se detuvo de golpe!

El alivio llegó a pesar del perturbador silencio que siguió, pero duró tan poco.

Por desgracia, Aurora escuchó mi grito.

Esa maldita monja extraviada avanzó hacia la casa a pasos apresurados. Desde la misma ventana vi que se puso demasiado feliz. Parecía como si hubiera hallado el ansiado camino correcto, el de la salvación, el que te lleva al lado del Señor. Con cada zancada yo tiritaba de miedo, pero no fui capaz de moverme. Todavía me pregunto por qué no podía moverme. Cuando estuvo lo bastante cerca me di cuenta, horrorizada, que no iba sola. ¡No, por supuesto que no! Resultó que dos grandes sombras ennegrecidas se encontraban detrás de ella.

Pensé que la protegían, o tal vez la perseguían.

Salí de la casa, derrotada.

Aurora se acercó a mí, primero cuidadosa, pero después se lanzó a abrazarme. Fue con una confianza que solo se tiene con una hermana o con una buena amiga.

Ese abrazo se sintió sincero.

Por ridículo que suene, no tuve el valor de rechazarla. Incluso me atrevo a decir que transmitía paz.

¡Me quedé sin decir palabra!

Era claro que en la vida real esa mala mujer jamás me tocaría ni por error.

Pronto aquella falsa seguridad se perdió con un simple movimiento de una de las sombras.

Reconocí en esa masa oscura que flotaba un par de grandes ojos rojos que observaban vigilantes.

Se parecían a los de Aurora cuando terminaba con la vida de algún desdichado.

La diferencia fue que esta vez me atreví a sostenerle la mirada. Moría de miedo, pero la mantuve fija, hasta que la sombra se hizo pequeña y terminó por desvanecerse.

Me embargó la sensación de triunfo. ¡Fui osada por primera vez! Sin embargo, la segunda sombra emitió un alarido de ultratumba que me dejó perpleja.

Distinguí que decía: "¡mátala! ¡Mátala ya!".

Sabía bien que ese ente se refería a la monja que continuaba colgada de mi brazo como una chiquilla atemorizada.

Ella lucía distinta. Tanto, que no comprendía por qué la sombra querría que acabara con una indefensa mujer.

El alarido se repitió varias veces y empezó a ensordecerme.

Gracias a un rayo de luz furtivo, aquella sombra se disipó.

Giré a ver a mi acompañante.

Aurora me contempló con una mirada oscura, siniestra. Una mirada más parecida a las que la verdadera Aurora solía tener. Sin separarse de mí, sacó de su hábito una rosa roja perfecta y hermosa. La sostuvo frente a las dos y después me la ofreció.

La acepté cautivada.

Las espinas hirieron mis manos cuando la apreté sin pensarlo.

¡Entonces lo supe!

¡Qué estúpida fui!

Era obvio que ella jamás podría ser buena, pero tuve la esperanza de que por lo menos en un sueño fuera distinta.

Sintiéndome herida, le pedí a Dios que me ayudara a volver a la realidad.

Los labios de Aurora se abrieron despacio, hasta que la voz salió y dijo también: "mátala".

Desperté agotada, pero aliviada. Tuve una pesadilla, aunque me di cuenta de que no fue cualquier pesadilla. Por ese medio mis deseos reprimidos se manifestaron. ¡Sí! ¡Las sombras era yo! Era mi manera de decirme lo que tenía que hacer.

Usé el resto de la noche para pensar en todas las opciones que tenía para quitar del mundo a esa mujer que destruía todo a su paso como un huracán y se regocijaba por ello. Sin duda, nadie la extrañaría, quizá incluso las otras monjas me lo agradecerían.

Todo debía ser rápido, sin dejar rastros y lo más pronto posible.

Ya no existía otra alternativa, era necesario terminar con la vida de Aurora.

El Beso de la Monja © Disponible en AmazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora