Capítulo 12

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Una serenidad interior inundó mi ser. Me encontraba convencida de que ese era el final que merecía. Morir en manos de una de las víctimas, al menos en mis locas explicaciones, parecía ser justo. Vida por vida, sangre por sangre, ojo por ojo... Después de todo, esa es la naturaleza del ser humano: la venganza constante contra su hermano.

Esperé paciente el golpe fatal, ¡pero este no llegaba!

Volví a abrir los ojos, parpadeé lo suficiente y vi a la monja que me contemplaba con una lástima que perforó mi orgullo. Pensé que quería que viera cómo enterraba el cuchillo.

Decidí darle gusto.

Ella acercó más el arma y, aunque temblé, tenía la mente y el cuerpo sincronizados y listos para decir adiós. Incluso les pedí perdón a mis padres por irme antes que ellos.

Solo quedaba esperar, pero, para mi gran sorpresa, no hubo un ataque. Por increíble que pareció, en lugar de encajarlo en la poca piel sana que quedaba, ella cortó la cuerda de mis manos y luego la de mis pies.

¡No comprendía qué sucedía!

Me pregunté por qué me liberaba. Por mi cabeza cruzaron varias ideas, menos lo que en realidad pasó.

Luego de soltarme, la monja salió corriendo y volvió en menos de un minuto con una bolsa negra de tela. Seguro la dejó a un lado de la entrada.

De dicha bolsa sacó un hábito y ropa interior de mi talla.

—Come esto —pidió en voz baja.

Sobre su mano descubrí una tablilla de chocolate.

La devoré de un bocado.

Ni siquiera pensé en que podía tener veneno. Sentía demasiada hambre como para discutirle.

—¿Por qué? —le pregunté intrigada.

—Bebe. —Me entregó un ánfora de bolsillo.

Obedecí. El sabor me indicó que era té de jengibre.

Luego ella limpió mi cuerpo, lavó mi rostro, quitó con esmero toda la sangre que pudo, peinó lo poco que me quedaba de cabello y me ayudó a vestirme.

Me encontraba demasiado débil para hacerlo sola.

Sin duda, aquella monja se preparó a detalle para nuestro encuentro.

La vigilancia por las noches en el convento no era tan estricta. Por lo general, las puertas de las habitaciones de las monjas se mantenían cerradas con el candado por fuera para que estuviéramos "seguras". En todo ese tiempo no fui testigo de ningún intento de escape por parte de las hermanas. Éramos incapaces de pensar en huir.

Ya vestida y limpia, me mantuve de pie. Al pasar la mano por la tela sentí que el saquito del lado izquierdo del hábito tenía un peso extraño. Revisé enseguida. Dentro hallé un pesado manojo de llaves.

—Todas están dormidas y no podrán salir, me he asegurado de eso —dijo mi inusual liberadora. Su tono de voz pretendía hacerme comprender entre líneas.

No fueron necesarias las explicaciones.

¡Era mi turno de hacer lo correcto!

La oportunidad que perdí regresaba como un premio por el valor que mostré en toda la tortura a la que fui sometida.

¡El Señor sí escuchó mis rezos después de todo!

—Me llamo Pilar —le dije para que recordara mi nombre al contar la historia más adelante si no sobrevivía.

—Soy Inés —se oyó más tranquila.

Sin verlo venir, Inés me entregó el cuchillo y se acercó a mí para darme un lento beso en la frente.

El Beso de la Monja © Disponible en AmazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora