Capítulo 4

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"¿Estás lista para recibir a Dios?". La pregunta todavía retumba en mi mente como una campanada espeluznante que suena cada vez que quiere torturarme y recordarme lo cruel que es la vida, lo crueles que son los seres humanos, aquellas personas dispuestas a hacer daño y causar dolor.

Aurora caminó decidida hasta esa pecera enorme, que para mí no era más que una tumba improvisada, vulgar y morbosa. Sus sonoros pasos eran lo único que se oía, porque ninguna otra monja se movió o habló. Al llegar allí empujó, con un poco de esfuerzo, la tapa de vidrio que cerraba una parte de la caja, e introdujo veloz las manos al formol para sujetar el cuerpo de la mujer, incluso se mojó las mangas del hábito con el líquido. Sin siquiera inmutarse, la tomó del brazo.

La rigidez del cuerpo muerto hizo que todo se removiera en el interior. Las burbujas y el cabello largo y negro de aquella infeliz revolotearon con violencia. Pareció que por una fracción diminuta de tiempo esa difunta profanada abrió los ojos. Unos ojos que hasta la fecha no olvido. Era como si después de la muerte siguiera pidiendo auxilio.

Selena, otra monja sin alma, se acercó hasta allí con una sonrisa maliciosa. Llevaba consigo una almohadilla roja entre las manos. En ella descansaba una daga pequeña con la empuñadura bañada en oro, o al menos así me lo pareció por el evidente brillo. El cuidado con el que fue hecha el arma hizo notar su importante precio.

Sin duda, la opulencia del convento no se escondía.

Tengo muy presente que el dinero no representaba un problema para la congregación. Los cubiertos eran de plata y algunos rosarios también. La madre superiora portaba siempre un anillo de oro con un gran diamante rosado. Ahora sé que es de los más costosos y buscados. El alimento jamás faltó, que nos lo negaran era otro tema. Las despensas llegaban por montones y muchas veces preparábamos comida para la gente humilde; creo que con eso lavaban sus culpas, o al menos una parte, y de paso engañaban a los pobladores con su aparente caridad.

Lo siguiente que supe fue que todo me dio vueltas y quise caer al suelo desvanecida. Esto, provocado tal vez por lo que pasó segundos después y que me asqueó en exceso por lo inquietante e inesperado que fue.

Aurora sostuvo la navaja y la levantó con ambas manos. Mostró por un segundo toda su belleza. Luego se persignó y, sin el menor atisbo de sentido común o cordura, cortó un pequeño pedazo de carne de la espalda de la desafortunada mujer.

En ese momento, que me pareció puesto en cámara lenta, noté que el cadáver ya tenía marcas similares por todo el cuerpo desnudo.

Creo que poco a poco la iban despellejando.

La piel se encontraba levantada en las extremidades y el tronco, menos en la cara, supongo que para no desfigurarla.

El rostro de aquella dama, a pesar de que supuse que ya llevaba un largo tiempo metida dentro de esa penosa caja, se mantenía lozano.

Hice un esfuerzo por enfocar la vista y pude darme cuenta de que seguro no tenía más de veinticinco años, según mis malos cálculos para las edades. La habían maquillado con alguna clase de pintura indeleble porque todavía seguía muy marcado. Sus labios brillaban de un rojo encendido y sus párpados cerrados mostraban un azul eléctrico distribuido abundante.

Comencé a sufrir porque sabía que la joven mujer, si bien no estaba segura de que murió por culpa de estas a quienes yo llamaba "mis hermanas", ahora era castigada al privarla de una cristiana sepultura y de la despedida de quienes en vida la amaron.

—¡Padre nuestro que estás en el cielo...! —empezaron a rezar apasionadas todas las presentes y juntaron las cínicas manos con sus rosarios entre los dedos. Fingían que de verdad creían cada palabra que sus mentirosas bocas pronunciaban de la sagrada oración.

Mi corazón no paraba de latir veloz, podía escuchar el golpeteo que daba temeroso.

Aurora colocó la carne blanquizca y dura sobre un platito de plata similar a la patena, que es el que se usa para poner la ostia en la eucaristía. Selena le sostuvo un grial. Ella, con la misma daga, se hizo un corte en el dedo y dejó derramar un poco de sangre dentro de la copa.

—El cuerpo y la sangre de Cristo —dijo Aurora de una forma perturbadora.

El cuerpo y la sangre de Cristo —respondieron las demás.

Un escalofrío me recorrió cada centímetro del cuerpo, acalambró mis extremidades y me dejó más inmóvil de lo que ya estaba.

—¡Novicia Pilar! —me nombró, mirándome directo a los ojos—. Levántate y ven a mí.

Intenté negarme. ¡Juro que lo intenté! Pero el resonar del latigazo pasado me zumbaba en los oídos y me prometía más dolor. No tuve otra opción que avanzar a tropezones, porque la herida me ardía con una intensidad que hasta ese día no había conocido.

Mis padres jamás me golpearon ni maltrataron, fui una niña con una infancia privilegiada. No es que tuviéramos dinero a montones, pero mis ocho hermanos y yo contábamos con vestido, techo y comida sin falta. Mi padre no era de los que se hacían escuchar a base de gritos ni nada por el estilo, fueron su calidez y su amor los que nos volvieron obedientes y agradecidos. Mi madre por igual fue una mujer dulce y atenta con sus hijos. El único error que cometí fue el de defraudarlos al ofrecerme al servicio de Dios. Las ideas y costumbres en aquellos tiempos demandaban nietos, más en mi familia, porque dejaron de creer en la Iglesia Católica tiempo atrás, aunque no lo externaban en público. Nietos que por obvias razones no iba a darles. Cuatro de mis hermanos fallecieron por culpa de la polio en un solo año. Los otros tres que quedaban eran varones y apenas estaban entrando en la pubertad. Mi madre repetía hasta el cansancio que era mi responsabilidad como única mujer el de honrar a la familia con un esposo acomodado. A pesar de todo no les guardo rencor alguno, incluso llegué a comprender su desilusión y abandono, y siempre los amé hasta el día de su muerte.

El frío del suelo quemaba, pero me obligué a caminar. Cuando por fin estuve donde se encontraba esa mujer malvada, agaché la cabeza y recé por mi salvación a todos los santos que conocía.

—Es hora de entrar a la orden —siguió diciendo—. Es hora de que tú, Pilar Soriano, hija primogénita de Raúl y Obdulia Soriano, tomes a Dios Nuestro Señor, lo ames para siempre como tu creador, lo veneres y lo obedezcas todo lo que te sea demandado en su nombre.

Las palabras de Aurora, en especial la parte en que nombró a mis padres, hicieron que supiera de inmediato lo que quería decirme entre líneas.

Jamás apunté o di el nombre de ninguno de ellos, nunca señalé una dirección ni una referencia familiar. Cuando me visitaron, las únicas dos veces que lo hicieron, fue en una salita de estar y yo misma les abrí la puerta.

A su manera, ella me informó que conocía datos sobre mi familia, que los investigó y tal vez hasta contaba con la dirección exacta de su casa. Quería que supiera que aquellos a quienes amaba estaban en su mira.

Eso me dejó desarmada y me aterró más el hecho de pensar en lo que ellas eran capaces de mandar a hacerles. Tan solo imaginar sufriendo a mis padres o a mis hermanos por mi culpa me petrificó por completo.

—Abre la boca, hermana —susurró cerca de mi oído.

No pude hacer más, ni siquiera luché un poco. La fuerza y el valor nunca fueron lo mío.

Abrí los labios muy despacio.

Mis ojos se centraron en su mirada penetrante.

Una lágrima recorrió mi mejilla palidecida.

—Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas —rezó y esbozó una sonrisa que a cualquiera le provocaría odio por lo burlona que fue.

Su acción me asombró todavía más. No me quedaban ganas ni de parpadear.

Aurora aprovechó para introducir en mi boca la carne de la mujer. Después pidió que bebiera la sangre que ella misma donó.

No puse ni una mínima resistencia.

En ese momento, la muerte se unió a mis entrañas, y algo dejó de latir dentro de mí para siempre.

El Beso de la Monja © Disponible en AmazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora