Era un día soleado y lleno de vida cuando dos hermanos, aprovecharon para salir a jugar a la selva. El menor de ellos corría sin tropezar por el camino empedrado, mientras que detrás de él, le seguía su hermano mayor, cargando con la pesada bolsa de manta. En la que llevaban su almuerzo y algunos juguetes.
Los hermanos iban con dirección al acantilado de nombre Xaxamakatimani, lugar en donde las olas del mar se encuentran con la tierra. También se decía que ese era el lugar en donde los peces con cara de hombre se mostraban. Pero, los pequeños hermanos eran aún muy jóvenes para entender el significado de las advertencias.
A su paso constante, les tomó apenas un cuarto de hora llegar hasta el lugar, y una vez ahí, comenzaron a sacar todos los juguetes de la bolsa de manta, regándolos por todas partes. Pasaron gran parte de la mañana jugando a la orilla del acantilado con las figurillas de barro, hasta que el viento proveniente de la montaña sopló hacia ellos, una ráfaga helada, que de inmediato los hizo tiritar.
Los pequeños se abrazaron, para mitigar la sensación de hielo que empezaba a recorrer sus cuerpos. Aquella sensación duró solo unos segundos, porque después el frío comenzó a disiparse y de nuevo, el ambiente empezó a ser cálido.
—¿Qué pasó?—dijo el pequeño de los dos, casi sorbiéndose los mocos.
—No sé, pero mejor regresemos a casa.
El menor asintió y sin perder tiempo, comenzó a recoger uno a uno todos sus juguetes. Por su parte, el mayor cuyo nombre es Acachto, se quedó pensativo mirando hacia el mar. La bahía dulce y serena que se abría frente al acantilado, parecía estar llamándole, con una voz aterciopelada.
«Ven a mí, hijo del mar» escuchó decir.
Acachto parpadeó.
—¿Me hablas a mí? —preguntó en voz alta.
El mar no se movió y la voz, tampoco volvió a aparecer.
—¿Con quién hablas?
Acachto se giró hacia su hermano.
El pobre pequeño cargaba en sus brazos con todas sus fuerzas la bolsa de manta.
—Con nadie —respondió y tomó con cuidado la bolsa de las manitas de su hermano.
Regresaron a casa por el mismo camino empedrado. Esta vez, yendo con cuidado y atentos a los cambios en el ambiente. Cuando hubieron avanzado un buen tramo, una voz cantarina, como el chorro de una corriente, empezó a inundar el lugar.
El primero en oírla fue Acachto.
—¿Escuchas eso? —preguntó a su hermano.
—No oigo —contestó el pequeño.
—Es una señora y está cantando.
—¿Cantando? ¿Qué canta?
—No entiendo, se escucha igual que el agua.
El menor cerró sus pequeños ojos y agudizó su oído.
—¡Ya la oigo! ¡Suena como una cascada!
—Sí, como una cascada... —convino Acachto.
La voz era tan dulce, que era inevitable no sentirse feliz al oírla.
Acachto esbozó una gran sonrisa y de pronto, empezó a sentir que no había nada que temer. Pronto sus pensamientos se tornaron felices, y Acachto ya no estaba en la selva, de camino a casa, él ya se veía en medio del mar. Acachto estaba en un barco, lo sabía, no solo por el viento es su cabello y la sensación salda en su nariz, también se lo decía una palpitación en su pecho.
ESTÁS LEYENDO
Entre la montaña y el mar
Teen FictionEsta historia empieza cuando los ojos de Acachto y Tochin se encuentran por primera vez; dos adolescentes de dos reinos distintos que se vuelven amigos. Y comienzan a pasar tiempo juntos, compartiendo penas y alegrías, hasta que sus sentimientos se...