Capítulo VIII

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La princesa Xóchitl sacudía con ambas manos una gran rama y mientras los frutos caían al suelo, ella se tambaleaba peligrosamente amenazando con caer.

Acachto quien estaba oculto detrás de un arbusto, la miraba preocupado.

«Debí desobedecerla, debí decir que no» se repetía una y otra vez.

Pero todo argumento válido había quedado deshabilitado en frente de la testaruda princesa y sus órdenes. Y cuando ella decidió subir al árbol, nadie pudo impedirlo. Pues de inmediato ató su falda y se quitó los zapatos. Al principio Acachto creyó que ella desistiría a tal absurda justo en el momento en que se diera cuenta que escalar era más difícil de lo que creía, pero quedo sorprendido cuando la vio subir con agilidad.

—Ahora ustedes dos, vayan a esconderse —les ordenó una vez llegó a una rama gruesa y firme.

—¡Majestad! —exclamó Ontetl.

—No discutan y solo hagan lo que digo.

—No Xóchitl, nos quedaremos aquí y te vigilaremos de cerca.

—Por los dioses Acachto, te he dicho que debes seguir mis órdenes. ¿Acaso ya olvidaste quién soy?

Acachto negó con la cabeza.

—Entonces, solo haz lo que digo.

El joven guerrero no tuvo más remedio e hizo exactamente lo que ella decía.

La princesa Xóchitl seguía sacudiendo las ramas, cada vez más fuerte y con mayor imprudencia; Acachto le decía de vez en cuando que tuviera cuidado y ella respondía que guardara silencio. Para cuando llegó a la rama más gruesa el suelo ya estaba repleto de anches.

—Ya son suficientes.

—Yo diré cuando sean suficientes.

La princesa volvió a sacudir la rama, sus piernas se balancearon y sin más su pie derecho se resbaló. Ella se sostuvo de la rama, pero sus brazos no aguantaron por mucho.

—¡Acachto ven de inmediato! —exclamó a viva voz. Su prometido salió de su escondite y fue corriendo, pero se detuvo en seco cuando los vio.

Un chico alto y de ojos grises, acompañado de una chica con un peculiar lunar cerca de su ojo izquierdo.

En respuesta Acachto desenvainó la espada que cargaba en su espalda y dijo:

—No se acerquen.

Los dos jóvenes se detuvieron.

Ontetl salió detrás de su hermano y sacó del carcaj el arco y una flaca, respiro hondo y les apuntó.

—¡Acachto! ¡Ya no resisto! —gritó con todas sus fuerzas la princesa y antes de recuperar su aliento, sus manos soltaron la rama.

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El príncipe estaba maldiciendo su suerte y deseando haber arrastrado lejos a Tochin, cuando un grito de dolor vino del cielo y seguido de eso, lo único que pudo hacer fue estirar los brazos.

Atrapó a la chica con una precisión que él mismo quedó sorprendido, de pronto todo su cuerpo respondía como si supiera exactamente qué hacer. Y con ella en brazos, sintió una nueva clase de energía.

—Suéltala ahora mismo —advirtió el chico que empuñaba una espada, con un tono de voz que al príncipe nada le grado.

El príncipe dejó en el suelo a la princesa y ese tirón de tripas apareció junto con el hilo que lo jalaba lejos de sí. Sus labios empezaron a secarse, empezaba a desear algo viscoso de él.

Entre la montaña y el marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora