Capítulo IX

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Todo había sucedido tan rápido y de una manera tan extraña, que ninguno de los tres se atrevió a hablar durante el camino de regreso a casa.

Acachto solo pensaba en la voz y en el nombre de aquella muchacha. Se sentía muy raro, como si un frío le hubiera paralizado todo el cuerpo y a la vez, un rayo le hubiera pegado, dejándole un cosquilleo por todo el cuerpo. Era la misma sensación que tenía aquellas noches en las que no podía dormir y lo único que quería hacer era ir hacia el mar.

Detrás de él, le seguía su prometida, trastabillando con una gran sonrisa, absorta en el color gris de los ojos del joven apuesto que la había tomado en brazos. Iba imaginando como sería si sus labios se encontraran, si tan solo hubieran estado más tiempo juntos y si la hubiera mirado a los ojos... la princesa Xóchitl estaba segura de poder hacer que él se enamorara de ella.

Al final, detrás de ambos, les seguía Ontetl, a un paso confiable y sin pronunciar ninguna palabra. Mientras ellos se mantenían dentro de sus pensamientos, él se mantuvo alerta hasta llegar al palacio, en donde el ajetreo los hizo reaccionar a los tres.

Los sirvientes corrían de un lado a otro.

Las damas de compañía se miraban nerviosas y los guardias, buscaban afanosamente en la espesura de la selva, todos con el único objetivo de encontrar a la princesa. El palacio se había vuelto un caos más o menos media hora atrás, cuando el rey mandó a llamar a su hija y la institutriz se percató de que no estaba. Por supuesto, la mujer inteligentemente, le dijo a su majestad que la princesa Xóchitl estaba estudiando los textos sagrados y que le era imposible despegarse de ellos, y como la cuestión a tratar no era de vida o muerte, su padre dejó que Xóchitl siguiera disfrutando de la lectura. Pero, no así lo hizo la institutriz. Quien después de salir del despacho del rey, mandó a buscar a la princesa hasta por debajo de las piedras.

Cuando los tres salieron de la espesura de la selva, fueron vistos de inmediato por una dama de compañía, quien les grito a los guardias del palacio.

De inmediato fueron rodeados y escoltados hasta la entrada, en donde la institutriz se apresuró a ellos y con delicadeza se llevó a su protegida.

—Gracias por traerla de vuelta —les agradeció junto con una leve inclinación de cabeza y los hermanos correspondieron al gesto.

—Es mi deber —convino Acachto y la institutriz sonrió al escuchar la respuesta.

—Ya es tarde joven guerrero, será mejor que regrese a casa.

Los hermanos se despidieron con una reverencia y echaron a andar en dirección a su casa, mientras que la princesa era guiada por su institutriz hacia su habitación.

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La institutriz era una mujer dulce por fuera, pero dura por dentro. Xóchitl la aborrecía en ocasiones, sobre todo cuando no le cumplía sus deseos y terminaba reprochándole todo lo que hacía.

—No ha pasado nada, no tienes por qué preocuparte —aseguraba la princesa en un tono intermedio.

—Alteza, entienda. Se desapareció por horas, nadie sabía de usted y si su padre la hubiera necesitado con urgencia, ¿qué debía haber hecho?

La princesa chasqueo la lengua.

—Te las habías arreglado.

—Entienda, usted tiene deberes y no puede desaparecer sin avisar.

—No fui sola, estaba con él.

—¡Peor aún! A solas solo con él, sabe bien que no debe estar a solas con su prometido, sabe que debe esperar hasta tres días después de la boda.

—No hay de qué preocuparse, siempre está su hermano.

—¡No sea tan imprudente! Usted dará a luz a los herederos de esta nación, no puede jugar con su vida tan a la ligera.

La princesa Xóchitl la miro con desdén.

—¿Qué no soy yo la heredera? Acaso no soy la hija del rey.

La institutriz desvió la mirada y con una voz sin emoción dijo:

—Usted sabe a qué me refiero.

—Vete de mi habitación, no necesito nada.

—¿Desea cenar?

—No necesito nada, ahora vete.

La institutriz hizo una reverencia y después se fue de la habitación.

Cuando los hermanos llegaron a su casa, fueron recibidos por su padre. Estaba muy disgustado con ellos por su incompetencia en el cuidado de la princesa y para que escarmentaran les impuso un duro castigo.

Los mandó a azotar cinco veces a cada uno en la espalada, por el guardia en turno.

Su madre, al enterarse de las noticias, riñó al padre de los hermanos, argumentando que no podía ser tan duro con ellos porque eran sus propios hijos.

—Precisamente porque son mis hijos, soy tan duro con ellos—respondió el general y la madre de los jóvenes guerreros no pudo decir nada más.

Sabía por experiencia, que no ganaría nada al discutir con su esposo, en su lugar, se levantó de la estancia y fue hasta el cuarto de baño, en donde se dispuso a prepararles todo lo necesario para sus heridas.

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Con agua tibia la madre de los guerreros limpió las llagas de su espalda y tuvo especial cuidado para no dañarlos más. Acachto fue el último en ser curado y mientras su madre cubría con pedazos de manta sus heridas, él remembraba lo que había sucedido.

Pensaba en ella, en esa misteriosa mirada y en el lunar cerca de su ojo izquierdo. Sabía y sentía dentro de sí, que antes la había visto, pero no recordaba de dónde. En eso, el ungüento le escoció las heridas y se encogió un poco por el dolor.

—Lo lamento hijo, voy a ponerte otro ungüento y te dejará de doler —aseguró su madre.

—Gracias.

—No me agradezcas, si yo supiera que decirle a tu padre, tú no estarías así.

Acachto se dio media vuelta y miró a su madre directo a los ojos.

—Esto no es tu culpa, es de quien lo ordenó.

—¡Oh no! Tu padre te quiere, solo quiere lo mejor a ti y tu hermano.

—¿Incluso si nos hace daño en el proceso?

—No lo hace consiente, es solo que... tiene mucho en que pensar, ser el general y futura familia del rey no es algo que se deba tomar a la ligera.

Acachto se quedó callado, sabía que decir, lo tenía en la punta de la lengua y sin embargo, solo le sonrió a su madre y ella volvió a colocarle más ungüento en su espalda.

Cuando sus heridas fueron limpiadas y cubiertas por ungüento, Acachto se puso ropa limpia y se dirigió a su habitación.

—¿Quieres que te lleven de cenar? —preguntó su madre antes de que él saliera por la puerta.

—No, estoy bien. Gracias.

Ya en su habitación, el joven guerrero sentía como las paredes del cuarto se hacían cada vez más altas y el antes gran espacio de sus aposentos, empezaba a reducirse. Acachto se levantó de la cama y todo le dio vueltas.

Aturdido fue hasta la ventana y trató de abrirla. Todo fue inútil y como último recurso tomó su tilma y salió afuera.



Entre la montaña y el marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora