Capítulo VI

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Sin importar los argumentos razonables que Acachto tuviera para no ceder ante sus peticiones, la princesa siempre terminaba saliéndose con la suya. Y aquel día no fue diferente, pues en cuanto ella mencionó que era la hija del rey, su prometido no tuvo más remedio que ceder a sus caprichos.

Acachto y la princesa esperaron por Ontetl afuera del edificio de segundo primer año y cuando este salió, de inmediato se acercó a ellos.

—¿Todo está bien? —preguntó al ver el rostro de su hermano.

—La princesa tiene una petición —respondió Acachto.

Ontetl asintió sin preguntar más, y una vez los tres estuvieron juntos echaron a andar. El camino hacia la selva no habría sido tan fácil de no ser porque los guardias reales dejaban a la princesa en manos de su prometido, pero en momentos como ese, Acachto deseaba que no se pusiera demasiada confianza en él.

En menos de quince minutos ya se encontraban en los límites de la playa y sin más, los tres se internaron en la selva. Los hermanos caminaban despacio, pendientes a cada sonido y movimiento. No así lo hacia la princesa Xóchitl, quien caminaba feliz y despreocupada, fijando su mirada en los colores dorados de las hojas de las copas de los árboles y no en el suelo que pisaba.

—¡Es un hermoso día! —exclamó contenta al estirar los brazos, los jóvenes guerreros se tensaron al ver la soltura con la que ella andaba, como si no supiera hacía donde se dirigían.

—Majestad —comentó con delicadeza Ontetl—, por favor tenga cuidado.

Xóchitl rodó los ojos y queriendo sonar amable dijo:

—Ya lo sé. El campo de caña está por allá. ¿No es así? —señaló al sur, y los hermanos se detuvieron junto con ella.

—Ese es el sur —le hizo notar Acachto—. El campo de caña esta al norte.

La princesa no dio crédito a sus palabras e ignorando su error, avanzó como si no hubiera pasado nada.

Acachto se apresuró y se colocó frente de ella.

—¡Que haces! —chilló disgustada—. No me dejas ver.

—Es peligroso que vayas a la cabeza —se limitó él a decir.

Sin embargo, la tozuda princesa Xóchitl vio aquello como una ofensa y en un tono molesto volvió a chillar:

—¡Déjame ir al frente! ¡Soy el comandante de esta expedición!

—Majestad, lo que sucede es... —Ontetl trató de calmarla, pero aquello fue en vano, pues de inmediato lo miró con tal desdeño que le hizo callar.

—¿Por qué no puedo estar al frente? —preguntó llena de indignación.

—Porque estamos expuestos y vulnerables. Si sufrimos un ataque, tú serás el principal blanco —argumentó su prometido, esperando a que ella entendiera sus súplicas, pero se desilusionó cuando ella rodó los ojos y siguió avanzando, pasando de él.

—Para eso los tengo a ambos, son fuertes guerreros y fieles súbditos. No dejaran que le pase nada a su princesa ¿o sí? —insinuó— Además tú eres mi prometido y tienes el deber de cuidarme.

Acachto asintió resignado.

—Por favor, camina detrás de mí —suplicó tratando de sonar amable—, así podre cuidarte mejor. Por favor Xóchitl.

Ella se detuvo y le miró.

La princesa descubrió con regocijo que estaba desesperado y sintiéndose benevolente, y por primera vez en todo el día, la princesa obedeció. Después de eso, no hubo más discusiones. Avanzaron a un paso seguro a través de la espesa selva, hasta llegar al límite. Justo a donde las cañas bailaban con el aire y dejaban salir un silbido sereno. Un sonido que, si no fuera porque en cualquier momento podría salir un hombre de la montaña y matarlos, les habría traído mucha paz.


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Recoger los nanches iba a resultar más difícil de lo que creían, pues para ir por ellos se necesitaba de alguien ligero y fuerte que trepara el árbol, moviera las ramas y después bajara a recoger la fruta. Debía ser alguien veloz, ágil y fornido.

Acachto era ágil, pero no tan veloz como su hermano, pero sí era el más fuerte de ambos. Aquello resultaba difícil, ¿de qué podría prescindir? ¿Qué era más importante la fuerza o la rapidez? Acachto debía decidir entre satisfacer a su prometida o cuidar de ella, en todo caso si fallaba en una de las dos, su padre lo reprendería, pero solo con una opción se libraría del castigo, claro, si su padre no se enteraba.

—Ontetl, cuidaras de la princesa en lo que yo iré por los nanches. Traeré una buena cantidad y volveremos rápido al palacio —ordenó mientras vaciaba su bolsa de manta dentro de la bolsa de su hermano.

El hermano menor analizó rápidamente el plan.

En esencia sonaba lógico, pero, ¿y si fallaban?, ¿si alguien aparecía con intenciones de hacerle daño a la princesa Xóchitl y él no podía evitarlo? Sopesó sus oportunidades y decidido habló:

—Yo soy él más ligero, puedo subir y bajar más rápido —hizo notar a su hermano mayor—, además, tú eres mejor con el arco y la espada, sí alguien sale de la nada; eres él más apto para sacar a la princesa de aquí.

Era verdad.

Acachto se sintió mal por no haber pensado en ello, pero, lo cierto era que no quería poner en riesgo tampoco a su hermano menor. Prefería ser él, el que corriera todos los riesgos. Sin embargo, cuando Ontetl lo veía con esa determinación y audacia, Acachto recordaba que ya no era tan pequeño y que su hermano podía cuidarse solo.

—¿Estás seguro? —preguntó y Ontetl asintió.

—Alto ahí —ordenó la princesa Xóchitl—. Iré yo.

Los jóvenes guerreros se giraron hacia ella, incrédulos por el nuevo mandato de la princesa Xóchitl.

—Estamos entrenados, lo haremos rápido majestad —afirmó Ontetl.

—No te dejaré que subas, es peligroso —le advirtió Acachto y la princesa Xóchitl lo miró desafiante.

—Dijiste que acercarnos a los campos de caña era peligroso y mira, aquí estamos. Nada nos ha pasado, ¿o sí?—dijo con desdén.

—Esto es diferente. No voy a dejar que subas a un árbol. ¡Es muy peligroso! —le advirtió, pero ella no prestó atención y se limitó a verlo con desagrado.

—Ustedes me defenderán o me atraparán si me caigo —ordenó con severidad—, mientras bajo los nanches.

—¿Alguna vez has trepado un árbol? —Acachto la cuestionó con algo de rencor en su voz, pero su prometida no se dignó a verlo y de mala gana respondió:

—Es una orden —replicó firmemente con voz de mando.

Acachto cuidó que su mirada no expusiera lo furioso que estaba con ella. Y resignado ayudó a la princesa a subir al árbol de nanches.

Entre la montaña y el marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora