Me llamo Miguel Ángel Soto Martín, pero casi todos me conocen como Soto o elMillonario. Por mi corpulencia y porque siempre le he echado un par de cojones a lavida, muchos se han referido a mí como el Verraco, pero si algo tengo claro, es quedespués de todo solo me queda una única reflexión a tener en cuenta: dar gracias cadadía por seguir vivo...Reconozco que mi infancia estuvo marcada por la comodidad de no tener ningunacarencia importante. Así que a robar, lo que se llama robar, empecé con seis o sieteaños. Y lo cierto es que lo hacía sin necesidad, porque mi padre había reflotado suempresa, y nuestra situación era relativamente acomodada.Pero aquella sensación de tener entre mis manos algo que no era mío significabala pequeña dosis de adrenalina que me motivaba como ninguna otra cosa era capaz dehacerlo. Era como un juego en el que me sentía dueño y señor de la situación alcontrolar todas las consecuencias, todos los pros y los contras.Mi primer lugar de los hechos fue un pequeño quiosco que se encontraba cerca demi domicilio. Una vez entraba en él y conseguía distraer la atención de quienes loregentaban, disfrutaba robando los tebeos, las maquinillas de hacer punta, las gomas,los rotuladores y todo aquello que era susceptible de ser usado por un chaval de miedad. Evidentemente, carecía de la mínima motivación para comprarlos, pero sícontaba con un intenso frenesí por adquirirlos de forma fácil y sin esfuerzo.Podría admitir que mi vida delictiva empezó en el momento en que me enganchéa robar. Pero lo cierto es que el hurto vulgar muy pronto se me quedó insuficientepara satisfacer mis necesidades, dado que me sentía identificado con aquella forma deactuar, y la guita me gustaba más que a un niño las golosinas. Así que, decidido aseguir con paso firme con mi recién adquirida forma de hacer las cosas, empecé aarrendar a los chicos del barrio todo aquello que soplaba.Con dicha táctica empresarial, encontré la forma perfecta de conseguir el dineroque tanta falta me hacía. Reconozco que ya por aquel entonces me gustaba tenerviruta en los bolsillos y sentir su tacto rugoso y deslizante entre mis dedos. Suponíael pasaporte directo hacia la buena vida, sin tener que esforzarme en mover ni undedo, y yo, desde pequeño, tenía la sensación de que había nacido para disfrutar delas máximas comodidades. Si he de ser sincero, el sutil coqueteo con el dinero fueuna obsesión constante en el transcurso de mi vida.A los ocho años, empuñé mi primera arma de fuego y di un paso más en miformación como hombre enfrentado a la ley. Fue el año en que celebraba mi primera comunión. Después de que el párroco del pueblo de mi padre no quisiera otorgármelaal asegurar que yo era un niño tremendamente descarriado, nos vimos obligados a iral pueblo más cercano.El día de la celebración, mi progenitor quiso regalarme una escopeta del 9 —delas que te permitían realizar un solo disparo— con la idea de que a partir de entoncesle acompañase a cazar. Normalmente, las madres te regalaban una medallita con laVirgen o una cruz de oro, y el padre un peluco, pero el mío quiso ser un poco másoriginal y forjarme desde pequeño como a un hombre a la vieja usanza.Al venir de una familia castellana, aquella muestra de estrictos principios moralesfue considerada por todos como un gesto habitual. Y lo cierto es que el hecho de quemi padre tuviera aquel detalle conmigo hizo mella en mi carácter. A mis amigos leshabían regalado objetos inservibles, pero yo seguía prefiriendo la escopeta del 9 parair a por las perdices y los conejos.Eso sí, transcurridos un par o tres de años, decidió cambiar su forma de cazar, ypara ello adquirió un revólver del 38. De esa forma, la caza resultaba mucho másdirecta y eficaz. Doy fe de que no es lo mismo cargar el peso de la escopeta sobre tuhombro que llevar un arma de pocos gramos en la mano y saber que dispones demayor capacidad de maniobra.Como se trataba de un hombre inteligente, pronto intuyó que a mí ya no memotivaba tanto la montería como cuando decidió convertirme en su cómplice, y porello quiso tentar mi aún infantil voluntad dejándome llevar su canana —de estilowéstern total— y su revólver del 38.Y es que la sensación de sentirme tan fuerte e invencible como los cowboys de laspelículas hizo que siguiera acompañándole a cazar durante algunos años más. Yollevaba el arma, y me sentía prácticamente como un héroe de Hollywood de los añossesenta, y él se sentía orgulloso de cómo iba creciendo su hijo ante sus ojos.Desde luego, jamás he culpado a mi progenitor por introducirme en ese mundo,porque bien podrían no haberme gustado las armas, pero supongo que su influenciaen ese aspecto fue notable.Mi primer centro educativo fue el Liceo Santa María. Allí empecé a alejarme delo políticamente correcto, provocando mi primera expulsión como estudiante. Poraquel entonces, yo cursaba sexto de EGB y el profesor que nos impartía la mayoríade las clases era el mismo director.Yo ya era un chaval con fama de problemático, pero en aquella ocasión losacontecimientos se precipitaron por una estúpida confusión. Recuerdo que, hacia elfinal del curso, el director de la escuela nos hizo una seria advertencia —en voz bajae incomprensible— mientras borraba los datos escritos en la pizarra.Fruto de una mala interpretación, uno de mis compañeros me preguntó sobre loque acababa de decir el director, y yo, al repetir su frase, palabra por palabra, meolvidé de referirme a él por el título honorífico de Don. Al escucharme, irritado por loque consideraba una grave falta de respeto, me llamó al estrado y delante de todos me obligó a repetir la frase hasta que yo mismo me percaté del error. De hecho, a latercera equivocación decidió castigarme, propinándome un tremendo pisotón, yfracturándome, con su cruel acción, tres de los cinco dedos del pie derecho.Lógicamente, cuando pisé suelo paterno, fui incapaz de ocultar el dolor que mecausaba la rotura. Mi madre, extrañada por la repentina cojera, me preguntó coninsistencia cómo me había lastimado de aquella manera, y después de mantener eltipo durante varios minutos, me desmoroné y acabé por contárselo todo. Mientrasexplicaba lo sucedido, mi padre —que estaba presente en el salón— se ibaindignando progresivamente, y cuanto más escuchaba los hechos que yo relataba,más se iba encendiendo, hasta que le hirvió la sangre de tal manera que decidió tomarcartas en el asunto. Así que, al día siguiente, me acompañó al colegio para poner lospuntos sobre las íes.Al llegar, y delante de toda la clase, le soltó un par de certeros punchs contra elcareto al director, para que entendiera que nadie tenía derecho a pegar a su hijo. Si élllevaba tantos años privándome de ese tipo de reprimendas, no iba a permitir que lohiciera un simple profesor de escuela.Después de las aclaraciones pertinentes y de apaciguarse los ánimos de ambaspartes, pactaron mi digna salida de aquel centro estudiantil. Sin mucho esfuerzo, meaprobaron el curso casi por la cara para que pudiera largarme de allí lo antes posible.