Por aquella época era usual pertenecer a una banda callejera. De esa forma unoestaba integrado y dejaba de ser un simple pipiolo para convertirse en un tipovalorado. Las bandas callejeras, consideradas pequeñas organizaciones juveniles,existían por toda la ciudad, según zona o barrio, y básicamente se formaban paraenfrentarse las unas con las otras, y sobre todo para darse unas fiestas del carajo.Quizá por ello, la peña de mi academia solía asistir después de clase a unadiscoteca llamada el Caliope para bailar y pasarlo en grande. Como toda discotecapub de los años setenta, disponía de una de esas bandas que se había instalado en ellugar por cojones, y con la que pronto empecé a relacionarme. Se trataba de un grupoformado por chavales que pertenecían a distintos barrios de la ciudad, y que se habíanconocido a raíz de reunirse en la plaza Molina. Aquella era su zona de operaciones,un fortín bajo su dominio.También me llevaba bien con cuatro chicas de mi clase. Se llamaban Gloria,Carmen, Montse y Vicky. En su momento, Carmen había salido con mi hermano, yVicky conmigo durante unos meses. Recuerdo, desde la distancia, que Vicky estabapillada hasta las trancas de un servidor, y fui capaz de constatarlo cuando, al cabo deun tiempo, abandonó la academia. Simplemente até cabos cuando me di cuenta deque me controlaba por el Caliope, tarde tras tarde. Además, le sentaba como unapatada en el estómago que tuviera un lío con Susana, y para tomarse su particularvenganza decidió enrollarse con el chico más alto y fornido de la banda que habíaocupado la discoteca. Es decir, con el perla del Alfredo.El grupo que controlaba la zona era conocido como la banda del Chino, dado quedos de sus componentes más destacados poseían rasgos orientales. Al ser doshermanos con abuela materna coreana, sus rasgos nos parecían algo natural. De todasformas, Juan el Chino y David el Chinote abanderaban la filosofía del grupo y sedejaban notar sobre el resto de sus integrantes.Recuerdo como si fuera hoy mismo el día en que Vicky se enrolló con el talAlfredo. Cuando los vi dándose el lote, sentí una intensa oleada de adrenalinarecorriendo mi espina dorsal. Experimenté una rabia ilógica, puesto que yo tampocoestaba muy pillado por aquella chica, pero supongo que un ego arañado es como unapiedra en el zapato. A cada paso que das, no deja de molestarte.Así que, obcecado por lo que creía que me pertenecía de algún modo, decidíecharle valor al asunto enfrentándome a aquel usurpador para poner los puntos sobrelas íes. Algo que empezó como una discordia verbal contundente, y que acabó con la intervención de un tipo llamado Jorge para evitar lo que parecía una pelea inminente.Poco a poco, y gracias a su oportuna mediación, los ánimos se fueron calmando.Al rato, Jorge me contó que vivía en la Barceloneta y que me tenía visto por subarrio. Como dos amigos del colegio vivían por aquella zona, me pareció unaobservación más que probable, y quizá por ello empezamos a hacer buenas migas. Lomás curioso de la situación fue que terminé tomándome unas copas en la barra, yestableciendo las bases de una amistad tanto con mi contrincante, Alfredo, como conel árbitro de la pelea, Jorge. Seguramente por el hecho de caerle bien al primero, mepresentó a los miembros de la banda del Chino con el único objetivo de que meuniera a su causa. Todo un cúmulo de extrañas carambolas que me llevaron asumergirme de lleno en el mundo de las bandas de la zona alta de la ciudad.A las pocas semanas, y cuando los miembros de la banda se dieron cuenta de quesolía manejar bastante dinero —las mil quinientas pesetas diarias que obtenía de mispadres—, quisieron comerme la olla convenciéndome de que me conveníaacompañarles a comprar chocolate a una plaza cercana, plagada de buenos camellos.Desde entonces, parte de nuestro cometido habitual consistía en fumar hachís ypasarnos por las discotecas en busca de enfrentamientos injustificados con otrasbandas.Gracias a que yo era grandote y corpulento, los de la banda pronto me aceptaroncomo a uno más, pese a que todos ellos ya habían cumplido los dieciocho años y yono era más que un crío. Aunque, eso sí, la edad no suponía un problema si tus huevoseran los adecuados.Sin duda, aquel año cambió el curso de mi vida.Cada día recorríamos la misma ruta por varias discotecas de la zona. Íbamos alZacarías, al Don Chufo, al Metamorfosis, al Charly Mas, al Bacarrá y a los distintospubs de moda, como el 98 Octanos, el Belfos, el Taita, la Araña, el Casino y todos losque desprendían un ambiente de golfería pura y dura.Y es que, en el fondo, la peña solo deseaba darle al canuto, escuchar la mejormúsica del momento y quemar unos años de juventud que tarde o temprano se lesiban a escapar de las manos.Prueba de ello es que la semana santa de aquel mismo año, 1975, Susana Lópezviajó a Londres con sus padres. En las islas, las cosas se veían bajo otro prisma. Lajuventud podía acceder a todo aquello que a nosotros se nos había estado dando concuentagotas bajo el régimen franquista. Y fue precisamente Susana quien, desde laciudad del cambio de guardia, me llamó para ponerme por teléfono la canción HotelCalifornia, de los Eagles.Estaba emocionada porque acababa de salir el disco en Inglaterra, y quería que loescuchase para que fuera consciente de lo que nos estábamos perdiendo. Soloqueríamos gozar de lo mismo a lo que otros tenían acceso, y nuestras ganas deromper con todas las barreras sociales nos convertían en seres aún más impetuosos delo normal. Pero ella no fue la única que me alertó de nuestras carencias, dado que, al mismotiempo, con mis otros colegas desperté una parte más roquera que hasta el momentose había mantenido agazapada, y que solo podía satisfacerse con los acordes de Dr.Feelgood, ZZ Top, Lynyrd Skynyrd y la influencia masiva del rock sureño.Creo que 1976 fue el principio de todos mis males. El punto de inflexión quedesencadenó en una serie de consecuencias que irían forjando mi personalidad haciael lado oscuro de la vida.A los seis meses de empezar con los hurtos familiares, me dediqué a tomarprestados billetes más grandes, como los de cinco mil calas. En el fondo, se tratabade llevarse, en cada extracción, el máximo importe posible, dado que no estabadispuesto a romper con un nivel de vida que hasta el momento me había conducido ala felicidad adolescente.En esos tiempos empecé a meterme en problemas, sin pensar las consecuenciasque podían acarrearme.