Cuando volví a reencontrarme con Estefanía, ambos aportamos a nuestraparticular sociedad lo que habíamos aprendido por separado. Yo me había dedicadoespecialmente a reventar pisos, y de alguna forma había dado un paso firme hacia ladelincuencia profesional. Indudablemente, nos seguían poniendo las emocionesfuertes y puede que por ello nos dedicásemos a entrar en domicilios ajenos, robartodo tipo de objetos de valor y venderlos posteriormente en el puesto de mi colegaJesús. Un circuito estructurado al dedillo con el que sacábamos lo necesario paracomprar el máximo caballo posible y darle al vicio sin pensar en los dañoscolaterales.A mí me parecía que jamás nos habíamos separado. Seguíamos haciendo lo quemás nos apetecía, y eso nos motivaba a levantarnos de la cama. Pasear por elacantilado nos resultaba tan estimulante como el primer día.Por otro lado, la relación con mis padres seguía sin pasar por el mejor momento, ysupongo que llegué a la descabellada conclusión de que una forma de devolverles lapelota era robar en su domicilio. Más que el dinero, lo que realmente me motivaba ala hora perpetrar aquel atraco casi parricida, era un revólver del 38 que mi padreguardaba cuidadosamente en la mesita de noche. No sé por qué, pero aquella armame tenía extasiado y empuñarla me parecía un placer lejos de mi alcance. A mí, elhecho de que las cosas fueran inalcanzables me motivaba el doble.Robar en mi propio queo resultaba extremadamente sencillo. Conocía a laperfección la estructura y las dimensiones de cada rincón, hasta el punto de quehubiera podido entrar y moverme en su interior con los ojos cerrados. Valorandotodas las opciones viables, la única entrada factible y sobre todo creíble era la terrazadel ático, y después de darle vueltas, por allí entramos.El día de autos, basamos el éxito de nuestro plan en un desagradable engaño delque jamás me he enorgullecido. Supongo que el jaco y mi intenso enganche hicieronque no valorase los actos que estaba a punto de cometer.En pocas palabras, se trataba de que mis padres abandonaran el domicilio familiarpara poder entrar en él sin que nos pillasen. Para conseguirlo, Estefanía llamó desdeuna cabina pública preguntando por mi madre y le dijo que mi hermano Carlos habíasufrido un accidente de moto. Aunque no estaba grave, lo habían ingresado en elHospital Clínico de Barcelona. Al escuchar la mala noticia, mi madre sintió que laspiernas le flojeaban y, fruto del terrible susto que le acabábamos de causar, tardósegundos en pirarse con mi padre. Transcurridos los cinco minutos prudenciales, accedí al interior del domicilio encompañía de mi cómplice, dejando la puerta de la terraza abierta para simular que loscacos habían accedido por ahí. Debe tenerse en cuenta que, para seguir golfeando, unarma me venía de perlas. Y no tuve ningún reparo en cogérsela en aquel momento.Hacía tiempo que no sufría problemas de conciencia. Mi frialdad llegaba hasta elextremo de despreocuparme totalmente de alterar el escenario del crimen para quepareciera que los ladrones habían estado buscando dinero y joyas. Pocos minutosdespués, inserté el 38 tras mi cintura y abandonamos la vivienda sin tocar ningún otroobjeto. Las cosas habían salido según lo previsto, pero habíamos cometido el peor delos errores: por no remover la casa, nos cayó la de Dios es Cristo.Por lógica aplastante —y más cuando la policía contaba con gente especializadaen comportamiento criminal—, robar un único objeto daba a entender que lostrollistas sabían muy bien a lo que iban. Prueba de ello fue que al llegar a casa,tocadas las diez de la noche y aparentando normalidad, me topé de morros con lapasma. Por lo visto, estaban tomando declaración de lo sucedido e intentando atarcabos para descifrar quién había podido entrar en el piso. Al verme por la puerta, mipadre me clavó la mirada como si intuyera que yo era el culpable de todo aquelpercal. La bofia le estaba interrogando sobre quiénes conocían la existencia del armay su ubicación, y después de una breve pausa, afirmó que los únicos que podían tenerconstancia de ello eran sus allegados.Acto seguido analizaron la escena del crimen y, después de sopesarlo duranteunos minutos, los agentes tuvieron muy claro que o yo era el ladrón, o bien lo eraalguno de mis amigos. Se trataba de un hurto demasiado evidente como para serperpetrado por un desconocido. Al no haber desaparecido ningún otro objeto, saltabaa la vista que los trollistas habían ido directamente a por el pusco, con lo cual yasabían de antemano dónde estaba escondida.Lo cierto es que pintaban bastos y, cuando me tocó someterme al interrogatorio,fui incapaz de defenderme durante mucho tiempo porque la presión psicológica eraterrible. Además, y por mucho que lo negué, mis padres sabían de sobra queEstefanía tenía algo que ver en el saqueo, puesto que mi madre sencillamente habíareconocido su voz en la llamada telefónica.No había marcha atrás. Después de que mi progenitor debatiera con los maderos ybuscasen la mejor forma de resolver la situación, acabó retirando la denuncia acambio de enviarme al servicio militar. Su intención era hacerlo para ver si de unavez me alejaba de todo aquel submundo de delincuencia y drogas. Simplementepensó que la rigidez de la disciplina militar y el hecho de romper de cuajo con mismalas influencias servirían para enderezarme.En sus años de juventud, mi padre había realizado el servicio militar en el cuerpode aviación, y mucho más tarde, cuando tuvo la oportunidad, se dedicó a ayudar a susantiguos compañeros dándoles un empleo en su empresa. Por ello mantenía unarelación excelente con los miembros más influyentes de esa rama del ejército español, y en un arrebato de rigor decidió que lo mejor era que tomase el mismo camino queél. Así que levantó el teléfono y, sin perder tiempo, se puso en contacto con antiguoscamaradas para buscarme el destino en que fueran capaces de ponerme firme.Un par de días más tarde le acompañé a la capitanía del aire, ubicada al final delas Ramblas. Allí los amigos de mi padre, parcos en palabras y emociones, notardaron en desplegarme un mapa de España con todas las bases militares de aviaciónrepartidas por nuestra geografía. La pelota estaba en mi tejado y esperaban,impacientes, mi respuesta. Sentía la presión de sus galones en mi cogote y notardaron en meterme prisa para que escogiera el destino. Cuando descubrí que habíauna base en el Prat de Llobregat, la señalé sin dudarlo. Era la más próxima aBarcelona y me pareció la opción más favorable para mis intereses. Sin embargo, alescuchar mi elección, tanto mi padre como los capitanes se negaron. Mis opcionesestaban de la mitad del mapa para abajo.No resultaba fácil, pero pronto realicé una sencilla asociación de ideas. Y es quecasualmente observé que en la localidad de Tablada, Sevilla, existía una base aérea.Esto me hizo recordar que en el sur del país se fumaba un hachís de lujo y, como almenos iba a estar bien abastecido, marqué aquel destino asegurando que era allídonde deseaba recibir la instrucción castrense.De modo que me incorporé a filas de una forma un tanto extraña. Primero porquelo hice obligado por mi propio padre, y después porque quisieron enviarme a Sevillacomo voluntario. Aún no había cumplido diecisiete años y la única forma deintegrarme en el cuerpo era haciéndolo bajo dicha condición. Esto me empujó afirmar los papeles del reemplazo, coger la carta de recomendación que me dieron encapitanía del aire y un billete de tren para presentarme en Tablada en menos de unasemana.Pero tanto trajín no iba conmigo, y como disponía de la guita suficiente comopara dar un salto cualitativo, decidí olvidarme de las largas horas de tren y comprarun billete de avión que me dejaba en la capital andaluza en un par de horas.La noche anterior a mi partida, consideré oportuno ir en busca de algo de jacopara cubrirme las espaldas. Hasta aquella noche jamás había tenido problemas a lahora de pillar tema, pero aquel día no hubo forma. La búsqueda se me alargó hasta elpunto de perder el tren y el avión que debían llevarme hasta Tablada. Más tirado queuna colilla e incapaz de enfrentarme a la autoridad de mi pater familias, opté porcambiar el billete de avión para el día siguiente.Acto seguido simulé que me largaba hacia el sur, tal como estaba previsto, y elresto del día lo pasé como de costumbre. Es decir: de un lado a otro y en casa de miscolegas más allegados, dándome un último homenaje.Cuando aterricé en el aeropuerto de Sevilla, tomé un taxi directo a la base militar.Con todo el morro del mundo, me presenté ante el cuerpo de guardia que custodiabael acceso disfrazado con mis botas camperas de tacón cubano y puntera, unos Levi'slavados a la piedra, mi chaqueta high school de cuerpo rojo y mangas blancas, y mi media melena. Todo un look trasgresor para la época, que llevó a los soldados a notomarme en serio y a preguntarme con cierta sorna adónde iba con aquellas pintas.Logré morderme la lengua y les mostré la carta de recomendación mientras les dejabaclaro que me había personificado en aquella base para cumplir mis obligados díascomo militar. Mirándose el uno al otro con cara de no entender nada, me comentaronque el reemplazo había sido el día anterior y que los altos mandos me la iban a liarparda. Para colmo, los servicios médicos que solían tallar a los soldados nuevos ya sehabían desplazado a otra base para atender a un nuevo reemplazo.Así que mi promoción estaba distribuida y me encontraba en tierra de nadie,totalmente desclasificado según los criterios y la reglamentación militar.Después de dar la vara durante un tiempo prudencial, conseguí hablar con elcoronel médico de la base para encontrar una solución al problema. Con gran firmezay estricta rigidez física, leyó la carta de recomendación que le entregué y, sininmutarse, me aclaró que el grupo de mi reemplazo no iba a regresar hasta al cabo deun mes. Nos encontrábamos con el dilema de que yo seguía siendo un civil a laespera de ser tallado. No podía descontar esos días como militar. Además, losintegrantes de la base tenían órdenes expresas de no dejarme marchar, porque eranconscientes de que dejar suelto a un tipo con semejante historial delictivo podíaacarrearles serios problemas por parte de las altas instancias. Todos y cada uno de lostrapicheos que había estado cometiendo por la ciudad condal venían claramenteespecificados en aquella maldita carta de recomendación. Mi padre y sus compañerosse habían esmerado en detallar hasta la más mínima niñería con tal de que mepusieran a raya de una vez por todas. Menuda recomendación...Con toda la picardía del mundo, intenté convencerles de que yo no tenía ningúninconveniente en regresar al cabo de un mes para empezar como era debido, pero elcoronel, listo como un zorro, no se la quiso jugar. Decidió incluirme en el cuerpo deguardia de la policía militar para cubrir temporalmente el mes en blanco. Y sin másopción que acatar las recientes órdenes, me incluyeron en un cuerpo, compuesto porunos dos mil soldados que vivían en los barracones de la misma base.En el momento de mi incorporación, estaban realizando lo que se conocía como«campamento», y como no podía hacer otra cosa que esperar a ser tallado, empecé apasearme por la base como Armando por su casa. Solía vestir de calle y, entre unacosa y otra, me gané cierta mala reputación entre mis compañeros. De todas formas,me hice algunos coleguillas gracias a mi instintivo don de gentes. Aquello me vino deperlas para que me dejaran acompañarles cuando patrullaban por el pueblo. Al llegar,me apeaba con determinación para deambular por la zona mientras ellos cumplíancon sus obligaciones. Más tarde, cuando finalizaban la ronda, regresábamos juntos ala base mientras nos echábamos unas risas por el camino. No puedo negar queaquellos días lo pasé bastante bien e hice más de una escapada por Sevilla,consiguiendo todo lo que realmente necesitaba para sentirme como en casa.Cuando llevaba un mes en el cuerpo de guardia, irrumpieron en la base tres cuerpos especiales del ejército: las COE, la BRIPAC y la Legión. Al sentir lacuriosidad, opté por seguirles por una zona que me tenían vetada por mi condiciónespecial. De lo primero que me enteré fue de que venían a realizar una exhibición pororden de los altos mandos. Los soldados del campamento no tardaron en perder elculo para observar atentamente las maniobras. Finalizado su alarde de cualidades,pidieron por megafonía que todos los soldados que habían accedido al servicio militarcomo voluntarios, y no como reemplazo, que quisieran unirse a los cuerposespeciales, dieran un paso al frente.Dado que de los dos mil soldados que estaban en formación la gran mayoría erande reemplazo, muy pocos fueron los que dieron muestras de querer unirse a la causa.Yo permanecía prácticamente agazapado tras una valla y a unos trescientos metrosdel meollo del asunto. Intenté llamar su atención, vestido de civil y gritando: «¡Yoquiero! ¡Yo quiero!», y lo hice con tal esmero que logré que me viera un sargentoque, tras escucharme, me abrió las puertas para largarme de una base en la que metenían maniatado. Estaba hasta las narices de no hacer nada por culpa de no estartallado y pensé que lo mejor era empezar la mili de una vez por todas en cualquierade los cuerpos especiales.Peor era esperar, durante un mes, a que llegase un nuevo grupo de reemplazo.Pero, al fin, después de las debidas comprobaciones, vinieron a verme los sargentosde cada cuerpo especial con la suculenta propuesta bajo el brazo de que me uniera asu grupo. Aunque todas las ofertas tenían sus pros y sus contras, pronto me decantépor el cuerpo de la BRIPAC, pese a que el sargento de las COE intentó convencermede que con ellos practicaría escalada, espeleología y muchas otras actividades que losdemás cuerpos especiales no realizaban. Pero yo me mantuve firme en mi decisión deunirme al cuerpo de paracaidistas después de vislumbrar su uniforme. Intuía que suflamante estampado de camuflaje y la boina negra me sentarían como un guante, y amí, que me encantaba vacilar con la ropa, me encandiló aquel atuendo.De modo que me uní a la compañía de la BRIPAC, con destino a Alcantarilla. Labase de Alcantarilla se dividía en dos partes. Por un lado estaba el castillo de labrigada paracaidista, y por otro, la zona estrictamente pensada como base militar.Aparte de la formación militar en la zona de la base, impartían el curso específicopara ser Caballero Legionario Paracaidista (CLP). Para convertirte en un legionarioparacaidista, era fundamental poseer las alas que te iban otorgando según los méritosrealizados y los cursos superados con nota.Si no las acumulabas, no podías saltar ni hacer muchas de las alternativas propiasde la brigada y te limitaban a ejercer funciones de guardia y custodia. De todasformas, el curso para conseguir la titulación de CLP también podía ser cursado pormiembros de las COE y de la Legión. Cuando se cumplía con el periodo decampamento seguíamos con nuestra formación militar, haciendo alguna que otracampaña fuera de la base.Y aunque estaba lejos de casa y entretenido con tanta práctica, seguía enganchado como una mala cosa. Por mucho que me lo negase a mí mismo, tenía la imperiosanecesidad de seguir chutándome a un ritmo constante y, en una base militar sometidaa un estricto régimen de control personal, resultaba complicado alternar ambasactividades.El castillo de Alcantarilla estaba pensado para cobijar a todos aquellos individuosque tenían algún problema de conducta. A mí me obligaron a permanecer allí porqueseguía sin estar tallado. Tan solo quedaba una semana para que se incorporase elsiguiente reemplazo, pero hasta entonces me presionaron para que acatara las órdenesdel mando superior, es decir: soportar que me rapasen el pelo y me prohibieran vestirde civil, me otorgaran un traje de faena sin ningún tipo de emblema y me dejasenclaro que no podía acercarme a los soldados que estaban castigados o recluidos enaquella fortaleza histórica.Eso sí, mientras esperaba mi catalogación como legionario oficial, me las ingeniépara relacionarme con varios cabos y sargentos que me trataron con menos disciplinade la habitual por el simple hecho de no ser un soldado con todas las de la ley. Perono por ello dejaron de esmerarse inculcándome todos los principios básicos que todobuen BRIPAC debía interiorizar.Tras ser al fin tallado, decidieron cambiarme de emplazamiento, trasladándome alcampamento donde el resto de soldados llevaban acumulado más de un mes deformación a sus espaldas. Gracias a que aún me mantenía en una forma más queaceptable pese a estar enganchadísimo al caballo, no tuve excesivos problemas enalcanzar el mismo nivel que ellos. Por mi complexión física, siempre tuve mucha másfuerza que nervio. La prueba era que, si uno de esos tipos fibrados lo deseaba, podíadarme un baño en un pulso común. Si competía conmigo a estirar la cuerda, acababamordiendo el polvo.En definitiva, pequeños detalles que me ayudaron a adaptarme rápidamente alpelotón y no ser de los rezagados que solían recibir «sutiles» toques de atención. Enla BRIPAC los últimos de la actividad diaria eran quienes se llevaban todos los palos.Y no era moco de pavo, dado que lo hacían mediante tortazos de todo tipo, aparte deuna intensa violencia verbal. Todo aquello te ayudaba a obsesionarte por superarte ati mismo.Un ejemplo de la dureza a la que estábamos constantemente sometidos en nuestroentrenamiento diario sucedía en la llamada pista americana. Se trataba de un ejercicioalejado de la pista atlética. Si uno decidía alistarse en la BRIPAC, tenía que asumirque la pista americana podía completarse a cualquier hora del día, muyprobablemente de madrugada, bajo la agónica presión de los disparos de unatrazadora luminosa, que te pisaban los talones con un silbido ensordecedor.Todo aquello no dejaba de ser un férreo entrenamiento pensado específicamentepara generar auténticos soldados de élite. Así que, si tenías pensado ser un soldadocomún y pasar tu servicio militar lo más cómodamente posible, aquel lugar no estabapensado para ti. Si trabajábamos en equipo, codo con codo, aquel infierno resultaba mucho más llevadero y, desde luego, se trataba de un planteamiento cojonudo parafomentar el compañerismo.Al cabo de dos meses de formación básica (en mi caso de uno, por haber llegadotarde), empezamos los entrenamientos en las torretas, donde se realizaban losprimeros saltos como paracaidista. Se trataba de la primera fase de aprendizaje,pensada para superar el miedo a pegar saltos desde cualquier altura. Consistía en launión de dos soldados: uno se subía a la torreta y estaba obligado a ponerse unmosquetón de seguridad antes de saltar al vacío. Al mismo tiempo, su compañeropermanecía en el suelo sujetando la cuerda enganchada a su mosquetón. Ambosestaban implicados en la ejecución del salto y necesitaban confiar el uno en el otropara que todo saliera bien. La idea era que, cuando el soldado de arriba saltaba a unmontículo de arena previsto para contener el duro golpe de la caída, el soldado quesostenía la cuerda tenía que esperarse hasta el momento justo antes de que impactaracontra el suelo. En ese momento, si tu compañero no aportaba todo su esfuerzo parafrenarte, la hostia te la llevabas puesta.Las torretas tenían una altura de siete metros y eran la mejor forma de controlar elvértigo de los soldados. Más de uno se había echado atrás, paralizado por el miedo,cuando descubría la altura desde la que tenía que saltar al vacío. Sin duda, era una delas incontables pruebas de valor que debían superarse para llegar a ser un buenparacaidista, o al menos acercarse a lo que en la BRIPAC se consideraba comoválido.Era un ejercicio francamente difícil, porque cargar con el peso de un hombrecayendo a plomo requiere tener unos brazos como vigas de acero. Conclusión:solíamos darnos unas leches tremendas hasta que llegamos a acostumbrarnos a esetipo de contratiempos. Los golpes te endurecían por cojones, y con aquella rutinaaprendimos a no quejarnos ni lloriquear por el intenso dolor físico.Durante un mes repetimos una y otra vez aquellos ejercicios y, después de tresdías saltando sin descanso, el dolor de rodillas y tobillos era tal que solo nos quedabavendarnos con fuerza para mitigar la hinchazón. Pero, no contentos con aquellatortura física, cuando finalizaba la ronda de saltos nos quedaba correr al trote veintekilómetros diarios para completar el estricto adiestramiento de los «paracas».Con todo, mi prioridad era ausentarme lo máximo posible del complejo militar,así que me las ingenié para conseguir los pases de las ocho de la tarde, que solíanayudarme a llegar a Alcantarilla con la debida autorización de las autoridades. Peropara no complicarme la vida innecesariamente, solía regresar con el tiempo justo parano saltarme el programado entrenamiento de las siete de la mañana.De modo que casi cada noche abandonaba la base gracias a un pase que tepermitía pernoctar fuera del perímetro militar. El cabo furriel era quien otorgabadichos pases y, tras hacer buenas migas, conseguí que me diera cierto trato de favor.Aquel tipo comprendía que, por mi propia naturaleza inconformista, necesitababuscarme la vida a cada momento y, aunque tampoco me lo pedía expresamente, a mí me gustaba compensar tanta amabilidad regalándole parte del tate que conseguía enmis salidas. Allí, ese tipo de ofertas no solían ser rechazadas.Mi única motivación para escaquearme de la base era pillar caballo por la zona y,gracias a que al llegar me hablaron de un poblado gitano cercano a la base, tuve lasuerte de no sufrir la disciplina militar mezclada con el mono.En ocasiones dormitaba en una pensión del pueblo, y en otras lo hacía encualquier esquina que me pareciera lo bastante confortable como para echar unacabezadita. Y pese a que podía regresar a la base, solo lo hacía si terminaba con mibúsqueda antes de lo previsto. Los garitos repartidos por la geografía de Alcantarillaestaban poblados por camellos sedentarios a los que podías acudir sin darexplicaciones. De hecho, en más de uno llegué a comprar considerables posturas dehachís por el simbólico precio de veinte duros. Las cosas en aquel pueblo murcianoresultaban francamente distintas a como se trapicheaba en Barcelona, y losinteresantísimos precios a la baja hacían las delicias de un adicto.Pero como suele suceder cuando crees que todo va viento en popa, te topas conalgún quebradero de cabeza que consigue variar el curso de tus pasos. En mi caso, untraspié me empujó hacia el fin de mis días como paracaidista de la BRIPAC. Seoriginó en una de las tantas ocasiones en las que me chuté en el retrete de la base. Enaquella ocasión, a pesar de que había seguido todos los pasos a rajatabla, cuando mepinché en la vena se me coló al descuido un pelillo del algodón usado, que empezó atrotar por mi vena como si del mismísimo caballo se tratara. Y lo que parecía unincidente sin importancia me causó una espantosa subida de temperatura, que mellevó en volandas hasta la friolera de cuarenta grados centígrados. Un tipo depercance que suele aparecer cuando uno lleva tiempo dándole al tema, y que seagrava con la falta de higiene.Además, en esa época ya no satisfacía mi adicción metiéndome lo mínimo para irtirando, sino que empecé a aficionarme a métodos más radicales como el speedball,es decir: picarte un brazo con una dosis de cocaína y el otro con heroína para alcanzarun efecto exagerado. Una bomba de relojería que en apenas diez segundos explotabacon fuerza, propinándote una hostia. Cuando el efecto de la farlopa empezaba adisminuir, el jaco inundaba el riego sanguíneo hasta el cerebro. Era como si derepente el mal rollo y la tensión que te habían proporcionado la coca te los arrebataseel caballo.Debo decir que muchos adictos insistían en inyectarse ambas sustancias en unamisma chuta y del tirón para conseguir una mayor intensidad, pero yo preferíahacerlo en dos tandas para saborear la experiencia a mi manera. Siguiendo mi propioritual, me acabé chutando un mínimo de dos veces al día cuando apenas teníadiecisiete años, con toda la vida por delante.Ahora, con la experiencia de los años quemados, veo que estaba inmerso en unaverdadera locura. Es un auténtico misterio de la naturaleza que aún siga vivo.Agradezco que mi organismo aguantara como un jabato tanto empuje sin pasarme factura.La cocaína picada me provocaba una exigente e insaciable sed psicotrópica queno sabría describir. Una angustia capaz de nublar mi mente hasta el punto de anularpor completo mis percepciones reales. Bajo mi humilde experiencia, seguramente seala droga que más dependencia provoca en el ser humano, pero también unaaceleración extrema de los sentidos y de las conexiones del sistema nervioso. Y elverdadero problema aparece cuando la sustancia ya se ha disuelto en la sangre. Esentonces cuando se manifiesta bajo la imperiosa necesidad física de volver a sentirlarecorriendo todo tu ser. Es el origen de todos los males, porque para conseguir elmismo efecto que acabas de experimentar necesitas aumentar la dosis, y eso es lo máspeligroso. Muchos terminan sucumbiendo al zarpazo de una sobredosis. Anhelanvolver a experimentar el mismo efecto cuanto antes, y acaban en la tumba.Pero en mi caso, y para amortiguar la zozobra que me provocaba la farlopa,utilizaba como remedio casero un pico bien cargado de heroína. Sabía perfectamentequé dosis de caballo debía inyectarme para recuperar la paz interior de un organismoque se había descontrolado, y a veces su efecto era tan agradable que hasta el díasiguiente no experimentaba el pavo.Tras colarse el pelo del algodoncillo por la vena, me pasé tres días en la cama conuna fiebre del carajo y con un mal cuerpo que hizo que me replantease muyseriamente no volver a pasar por ello. Pero desde luego, no era más que el típicoautoengaño al que un adicto se aferra como a un clavo ardiendo cuando cree que estáal borde de la muerte.Cuando el galeno militar descubrió mis pinchazos y me interrogó sobre laobviedad de aquellas marcas, tuve que contarle toda la verdad. Llegados a ese punto,¿qué puñetas ganaba disimulando más tiempo? Aunque mi adicción estuvo a puntode costarme un consejo de guerra en toda regla (por llevar ya siete meses deformación), me otorgaron la blanca para que abandonase el cuerpo de paracaidistasantes de los dieciocho meses reglamentarios, plazo requerido cuando ingresabascomo voluntario.Siempre he creído que simplemente no supieron qué hacer conmigo y les resultómás sencillo quitarse el problema de encima que intentar reconducirlo. Demasiadoesfuerzo para un tipejo que tampoco les aportaba nada, pese a ser uno de los másdestacados de su quinta. La prueba es que normalmente los soldados estabanobligados a hacer un mínimo de catorce saltos durante todo su periodo de formación,y un servidor, en pocos meses, llegó a realizar más de setenta. Sin duda, todo unsigno de implicación y de buenas maneras a ojos de nuestros superiores. Meentusiasmaba saltar y procuraba hacerlo dos o tres veces al día, uniéndome adiferentes secciones y reemplazos para cumplir con mi cometido. Pero tampocopuedo negar que me gustaba aún más meterme heroína a todas horas.Lo cierto es que arrojarme desde tanta altura no me suponía un problema. Inclusoera consciente de que me convenía hacerlo, dado que me compensaban facilitándome el permiso para salir de la base. No negaré que disponía de una pequeña ayuda en elmomento de saltar al vacío. Siempre que cumplía con mi obligación militar, saltabadel avión bien chutado y sin sentir el miedo común entre los paracaidistas.Ahora bien, lo que sí me acojonaba era la caída. Cuando uno está a doscientos otrescientos metros del suelo, mira el altímetro y se le comprime el estómago en unpuño por los nervios de que el impacto del aterrizaje acabe mal.En aquella época el único paracaídas disponible era el modelo hongo, redondo, ycarecía de capacidad de dirección aérea. La única forma de dirigirlo era aupartelevemente sobre las mismas cuerdas del paracaídas. Pero, claro, hacerlo conllevabacierto peligro. Si por haberte subido más de lo necesario se te enredaban las docecuerdas que salían del arnés hacia la tela del paracaídas, te pegabas una leche decampeonato. En ese caso, la única opción para no deslomarte con la caída era tener lapotra de toparte con una pendiente en tu camino. Todos rezábamos por caer sobre undesnivel o una superficie de ángulo más o menos pronunciado.En definitiva: la decepción del cuerpo de paracaidistas llegó al pillar mispinchazos, puesto que hasta entonces tenían en mente sugerirme para cabo por miesfuerzo y destreza en los saltos. Pero su deseo cayó en saco roto y tuvieron quepensar cómo librarse de mi carga. Después de hablarlo, me destinaron a la zona deplegatín, donde no se pegaba chapa en todo el día. Era la sección de la base donde seubicaban las máquinas con las que se plegaban adecuadamente todos los paracaídasque se utilizaban a diario. Lo bueno era que allí te librabas de la cocina, de lasguardias y de la mayoría de tareas a las que nos obligaban por estricta ley deconvivencia militar.En aquel destino cumplí el mes que me faltaba y, sin muchas explicaciones, meobligaron a firmar la blanca para que mi formación militar finalizase a todos losefectos. Una carta sellada por los representantes del ejército español que me devolvióa mi Barcelona natal antes del plazo previsto, donde fui recibido con una frialdad queno me esperaba.En primera instancia, mi padre refunfuñó que no servía ni para cumplir con misobligaciones militares como todo buen hijo de la patria española, y yo, que nobuscaba el enfrentamiento directo, solo pude alegar que había llegado a ser CaballeroLegionario Paracaidista y casi cabo de la BRIPAC. Pero por mucho que lo intenté, fuiincapaz de relajar el ambiente. Ambos éramos tipos con carácter, cada uno defendíasu punto de vista, y el mío era el de un chaval ansioso por satisfacer su irracionaladicción hacia los estupefacientes más extendidos del momento